HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Steppe Arena, Ulán Bator
Domingo, 3 de septiembre 2023
Con las palabras del Salmo hemos rezado: «Oh Dios, […] mi alma tiene sed de ti, por ti suspira mi carne como tierra sedienta, reseca y sin agua» (Sal 63,2). Esta estupenda invocación acompaña el viaje de nuestra vida, en medio de los desiertos que estamos llamados a atravesar. Y es precisamente en esa tierra árida donde llega hasta nosotros la buena noticia.
En nuestro camino no estamos solos; nuestras sequedades no tienen el poder de hacer estéril para siempre nuestra vida; el grito de nuestra sed no permanece sin respuesta. Dios Padre ha enviado a su Hijo para darnos el agua viva del Espíritu Santo que apague la sed de nuestra alma (cf. Jn 4,10). Y Jesús —lo hemos escuchado hace un momento en el Evangelio— nos muestra el camino para apagar nuestra sed: es el camino del amor, que Él ha recorrido hasta el final, hasta la cruz, desde la cual nos llama a seguirlo «perdiendo la vida para encontrarla» nuevamente (cf. Mt 16,24-25).
Detengámonos juntos en estos dos aspectos: la sed que nos habita y el amor que apaga la sed.
Ante todo, estamos llamados a reconocer la sed que nos habita. El salmista grita a Dios la propia aridez porque su vida se asemeja a un desierto. Sus palabras tienen una resonancia particular en una tierra como Mongolia; un territorio inmenso, rico de historia, y una tierra rebosante de cultura, pero marcado también por la aridez de la estepa y del desierto. Muchos de ustedes están acostumbrados a la belleza y a la fatiga de tener que caminar, una acción que evoca un aspecto esencial de la espiritualidad bíblica, representado por la figura de Abrahán y, más en general, algo distintivo del pueblo de Israel y de cada discípulo del Señor. Todos, todos nosotros, en efecto, somos «nómadas de Dios», peregrinos en búsqueda de la felicidad, caminantes sedientos de amor.
El desierto evocado por el salmista se refiere, entonces, a nuestra vida
Somos nosotros esa tierra árida que tiene sed de un agua límpida, de un agua que apaga la sed profundamente. Es nuestro corazón el que desea descubrir el secreto de la verdadera alegría, la que incluso en medio de las sequedades existenciales, puede acompañarnos y sostenernos. Sí, arrastramos una sed inextinguible de felicidad, buscamos un significado y un sentido para nuestra vida, una motivación para las actividades que llevamos a cabo cada día; y sobre todo estamos sedientos de amor, porque sólo el amor apaga verdaderamente nuestra sed, nos hace estar bien —el amor nos hace estar bien—, nos abre a la confianza haciéndonos saborear la belleza de la vida.
Queridos hermanos y hermanas, la fe cristiana responde a esta sed; la toma en serio; no la descarta, no intenta aplacarla con paliativos o sustitutos. Porque en esta sed está nuestro gran misterio; esta sed nos abre al Dios vivo, al Dios amor que viene a nuestro encuentro para hacernos hijos suyos y hermanos y hermanas entre nosotros.
Y llegamos así al segundo aspecto: el amor que apaga la sed.
El primero era nuestra sed, existencial, profunda, y ahora reflexionamos sobre el amor que apaga nuestra sed. Este es el contenido de la fe cristiana: Dios, que es amor, en su Hijo Jesús se ha hecho cercano a ti, a mí, a todos nosotros. Él desea compartir tu vida, tus trabajos, tus sueños, tu sed de felicidad. Es verdad, a veces nos sentimos como una tierra sedienta, reseca y sin agua, pero también es verdad que Dios se hace cargo de nosotros y nos ofrece el agua límpida que apaga la sed, el agua viva del Espíritu que, brotando en nosotros, nos renueva y nos libra del peligro de la sequedad.
Esta agua nos la da Jesús. Como afirma san Agustín, «si nos reconocemos como sedientos, nos reconoceremos también como quienes beben» (Comentarios a los Salmos, 62,3).
Efectivamente, si tantas veces en nuestra vida experimentamos el desierto, la soledad, el cansancio, la esterilidad, no debemos olvidar esto: «Pero a fin de que no desfallezcamos en este desierto —añade san Agustín—, Dios nos envió el rocío de su Palabra […], [para] que de tal manera sintamos sed, que podamos beber […]. Dios se ha compadecido de nosotros, y nos ha abierto un camino en el desierto: el mismo Señor nuestro Jesucristo —Él es el camino en desierto de la vida—; y nos ha brindado un consuelo en el desierto, enviándonos predicadores de su Palabra; nos dio a beber agua en el desierto, colmando del Espíritu Santo a sus predicadores, para que surgiese en ellos la fuente de agua que brota hasta la vida eterna» (ibíd., 3.8).
Estas palabras, queridos hermanos, evocan nuestra historia
En el desierto de la vida, en el trabajo de ser una comunidad pequeña, el Señor no nos hace faltar el agua de su Palabra, especialmente a través de los predicadores y los misioneros que, ungidos por el Espíritu Santo, siembran su belleza. Y la Palabra siempre, siempre nos lleva a lo esencial, a lo esencial de la fe: dejarnos amar por Dios para hacer de nuestra vida una ofrenda de amor. Porque sólo el amor apaga verdaderamente nuestra sed. No lo olvidemos: sólo el amor apaga verdaderemente nuestra sed.
Es lo que Jesús dice, con un tono fuerte, al apóstol Pedro en el Evangelio de hoy. Él no acepta el hecho de que Jesús tenga que sufrir, ser acusado por los jefes del pueblo, pasar por la pasión para después morir en la cruz. Pedro reacciona, Pedro protesta, quisiera convencer a Jesús de que se equivoca, porque según él —y a menudo también nosotros pensamos así— el Mesías no puede acabar derrotado, de ningún modo puede morir crucificado, como un delincuente abandonado por Dios.
Pero el Señor reprende a Pedro, porque su modo de pensar es «el de los hombres» —dice el Señor— y no el de Dios (cf. Mt 16,21-23).
Si pensamos que para apagar la sed de la aridez de nuestra vida sean suficientes el éxito, el poder, las cosas materiales, esta es una mentalidad mundana, que no lleva a nada bueno, sino que además nos deja más secos que antes. Jesús, sin embargo, nos indica el camino: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida a causa de mí, la encontrará» (Mt 16,24-25).
Hermanos, hermanas, este es el mejor camino de todos: abrazar la cruz de Cristo. En el corazón del cristianismo se encuentra esta noticia desconcertante, y esta noticia extraordinaria: cuando pierdes tu vida, cuando la ofreces sirviendo con generosidad, cuando la arriesgas comprometiéndola en el amor, cuando haces de ella un don gratuito para los demás, entonces vuelve a ti abundantemente, derrama dentro de ti una alegría que no pasa, una paz en el corazón, una fuerza interior que te sostiene.
Tenemos necesidad de paz interior.
Esta es la verdad que Jesús nos invita a descubrir, que Jesús quiere revelar a todos, a esta tierra de Mongolia: para ser felices no hace falta ser grandes, ricos o poderosos. Sólo el amor apaga la sed de nuestro corazón, sólo el amor cura nuestras heridas, sólo el amor nos da la verdadera alegría. Y este es el camino que Jesús nos ha enseñado y ha abierto para nosotros.
Entonces, también nosotros, hermanos y hermanas, escuchemos la palabra que el Señor dice a Pedro: «Ve detrás de mí» (Mt 16,23), es decir: sé mi discípulo, realiza el mismo camino que hago yo y no pienses más como el mundo. De ese modo, con la gracia de Cristo y del Espíritu Santo, podremos transitar por el camino del amor. Incluso cuando amar conlleve negarse a sí mismos, luchar contra los egoísmos personales y mundanos, atreverse a vivir fraternalmente. Porque si es verdad que todo esto cuesta esfuerzo y sacrificio, y a veces implique tener que subir a la cruz, no es menos cierto que cuando perdemos la vida por el Evangelio, el Señor nos la da en abundancia, llena de amor y alegría, para la eternidad.
Agradecimiento al final de la Santa Misa
Quisiera aprovechar la presencia de estos dos hermanos obispos, el emérito y el actual obispo de Hong-Kong, para enviar un caluroso saludo al noble pueblo chino. A todo ese pueblo le deseo lo mejor, que siga adelante y progrese siempre. Y a los católicos chinos les pido que sean buenos cristianos y buenos ciudadanos. A todos les doy las gracias.
Gracias por sus palabras, Eminencia, y gracias por vuestro regalo. Usted ha dicho que en estos días han podido experimentar mi afecto hacia el Pueblo de Dios que peregrina en Mongolia. Es verdad, he venido a esta peregrinación con gran expectativa, con el deseo de encontrarme con ustedes y de conocerlos, y ahora agradezco a Dios por ustedes; porque, por medio de ustedes, Él se complace en realizar cosas grandes en la pequeñez. Gracias, porque son buenos cristianos y ciudadanos honestos. Sigan adelante, con mansedumbre y sin miedo, sintiendo la cercanía y el aliento de toda la Iglesia, y sobre todo la mirada tierna del Señor, que no se olvida de nadie y mira con amor a cada uno de sus hijos.
Saludo a los hermanos obispos, a los sacerdotes, consagrados y consagradas, y a todos los amigos que han venido de diferentes países, en particular de distintas regiones del inmenso continente asiático, en el que me siento honrado de estar y que abrazo con gran estima.
Expreso un agradecimiento particular a las personas que colaboran con la Iglesia local, sosteniéndola espiritual y materialmente.
Durante estos días, significativas delegaciones del gobierno han estado presentes en cada evento. Agradezco al señor Presidente y a las demás autoridades por la acogida y la cordialidad, así como también por todo el trabajo de preparación que han realizado. He podido experimentar vuestra tradicional cordialidad: gracias.
Saludo de corazón, además, a los hermanos y hermanas de otras confesiones cristianas y religiones. Sigamos creciendo juntos en la fraternidad, como semillas de paz en un mundo tristemente asolado por tantas guerras y conflictos.
Y quisiera dedicar un recuerdo agradecido a todos aquellos que han trabajado, tanto y desde hace tanto tiempo, para hacer hermoso y para hacer posible este viaje, y a cuantos lo han preparado con la oración.
Eminencia, nos ha recordado que la palabra «gracias» en lengua mongola deriva del verbo «alegrarse». Mi «gracias» está en sintonía con esta maravillosa intuición de la lengua local, porque está lleno de alegría. Es un «gracias» grande a ti, pueblo mongol, por el don de la amistad que he recibido en estos días, por tu auténtica capacidad de valorar también los aspectos más sencillos de la vida, de custodiar con sabiduría las relaciones y las tradiciones, de cultivar la cotidianidad con cuidado y atención.
La Misa es acción de gracias, «Eucaristía».
Celebrarla en esta tierra me ha hecho recordar la oración del padre jesuita Pierre Teilhard de Chardin, elevada a Dios hace exactamente cien años, en el desierto de Ordos, no muy lejos de aquí. Dice así: «Me prosterno, Dios mío, ante tu Presencia en el Universo, que se ha hecho ardiente, y en los rasgos de todo lo que encuentre, y de todo lo que me suceda, y de todo lo que realice en el día de hoy, te deseo y te espero».
El padre Teilhard trabajaba en investigaciones geológicas. Deseaba ardientemente celebrar la Santa Misa, pero no tenía consigo ni pan ni vino. Fue entonces cuando compuso su «Misa sobre el mundo», expresando su ofrenda de este modo: «Recibe, Señor, esta Hostia total que la Creación, atraída por Ti, te presenta en esta nueva aurora». Y una oración similar había nacido ya en él durante la Primera guerra mundial, mientras estaba en el frente, ejerciendo como camillero.
Este sacerdote, a menudo incomprendido, había intuido que «la Eucaristía se celebra, en cierto sentido —en cierto sentido—, sobre el altar del mundo» y que es «el centro vital del universo, el foco desbordante de amor y de vida inagotable» (Carta enc. Laudato si’, 236), incluso en un tiempo de tensiones y de guerras como el nuestro. Recemos hoy, por tanto, con las palabras del padre Teilhard: «Verbo resplandeciente, Potencia ardiente, Tú que amasas lo múltiple para infundirle tu vida, abate sobre nosotros, te lo ruego, tus manos poderosas, tus manos previsoras, tus manos omnipresentes».
Hermanos y hermanas de Mongolia, gracias por su testimonio, bayarlalaa! [¡gracias!]. Que Dios los bendiga. Están en mi corazón y permanecen en él. Acuérdense de mí, por favor, en sus oraciones y en sus pensamientos. Gracias.
Fuente: https://www.vatican.va/content/francesco/es/homilies/2023/documents/20230903-mongolia-omelia.html