PARA EL FIN DE SEMANA: FEBRERO 25 DE 2016.
Nos fuimos hasta de nosotros mismos.
Mis queridos amigos de santa Teresita, de san José, del Carmen de La Habana, del Carmelo de Quito y de tantas partes del mundo. Para todos los mejores deseos de paz y bien; un abrazo cargado de bendiciones y un fin de semana lleno de alegría y de momentos que se queden en los corazones de las personas que encontraremos.
La muerte es una realidad de la que no podemos escapar; la muerte es el momento de la síntesis, de recoger lo que se ha hecho durante la vida. A nosotros se nos escapan las circunstancias de la muerte, el momento y el lugar; eso implica que debemos estar dispuestos para el momento, para el encuentro. Cualquier día está lleno de final. Cada día está lleno de finales y cada instante estamos más cerca de la muerte que de esta vida.
La muerte, marca el encuentro con Dios, con la eternidad; la muerte trae consigo una evaluación. La muerte marca el encuentro con Jesús y en Él con cada uno de los hermanos y el encuentro con ellos será el juicio más sensato que exista. La muerte nos llevará al encuentro con el amor y allí sabremos con certeza quien o cual de nuestros hermanos tiene alguna acusación. Sabremos realmente si hemos amado, nos hemos amado e hicimos del amor el motor que movió nuestra vida y nuestra entrega. Hay que aprender a vivir para la muerte, porque la muerte está llena de vida, de eternidad y de Dios.
La vida nos está regalando la oportunidad de arrepentirnos. Nos arrepentimos para dar frutos; Nos arrepentimos cuando los demás nos duelen, especialmente si les hemos causado algún daño. Nos arrepentimos cuando nos damos cuenta que alguien tiene un proyecto de vida y salvación con nosotros y en nosotros para los demás y que de ese proyecto estamos lejos porque nos fuimos hasta de nosotros mismos, ya no hay interioridad, ya no existe el lugar para Dios.
Nos arrepentimos porque comprendemos que querer cambiar de vida y volver al proyecto de Dios, a nuestra intimidad, es dolerse de cada una de esas cosas que hacen y nos hacen daño y que además no responden a un proyecto de vida, esa vida que es don, regalo; que es fruto para los demás. Nos arrepentimos cuando entendemos que el Dios que nos habita, en nuestra grandeza y miseria, en nuestro ser y en lo que queremos hacer, también habita en los demás, en los más lejanos y cercanos, conocidos y extraños. En el que está en casa y en el que se sienta en la puerta a mendigar; en el libre y encarcelado…en fin en, todos y en cada uno. Dios es Hijo, hermano. Dios es incluyente. Dios es amor.
Vivamos con la conciencia que nuestra vida es del Señor; Él, en cualquier momento, pasa: Él quiere de nosotros lo mejor y nos pedirá los frutos que son para la vida eterna. No tener frutos, no producir frutos, es estar llenos de esterilidad, perder todo valor, no ser gozo ni alegría para quien con tanto amor nos ha cuidado y protegido.
Jesús es el viñador, es quien pide al Padre, con el precio de la cruz, que nos regale otro año. El Padre cree en nuestra capacidad de dar frutos. Arrepintamos y así tendremos la vida que Dios quiere para nosotros.
Con mi bendición:
P. Jaime Alberto Palacio González, ocd