Los proverbios, sentencias, fábulas, cantares y poemas de índole moral florecieron desde la antigüedad en el Oriente semita, desde Egipto hasta Babilonia, pasando por Persia y Asia Menor. El idioma arameo ha sido particularmente afecto a ellas, contando desde «La Sabiduría de Ahihar», traducido a multitud de lenguas antiguas.
Por supuesto que para el judaísmo, la Sabiduría no es más que un rostro de la Palabra de Dios. Es Sabiduría, pero inspirada.
Los Libros Sapienciales (Job, Proverbios, Eclesiástico, Eclesiastés, Sabiduría), por lo común, no se inmiscuyen con los grandes temas usuales en el Antiguo Testamento: no buscan la expiación de las culpas, no tratan de la relación entre el hombre y la divinidad, sino que intentan enseñar algo más pedestre pero también muy importante: que la rectitud de conducta en la vida diaria es esencial porque ella también proviene de Dios.
Es el paso previo a la venida del Mesías: así como la Sabiduría superficial se convirtió en Sabiduría inspirada, con la llegada de Cristo pasará a ser Sabiduría encarnada.
Recursos literarios: Los autores de los Libros Sapienciales utilizan distintos y muy bien identificados recursos literarios para alcanzar sus objetivos poéticos y didácticos. Los que mejor se pueden individualizar son:
La sentencia: consiste en un proverbio que lleva consigo una observación o exhortación, por ejemplo en Prov. 22:19 y 22:26.
El enigma: de una manera interesante e intrigante, se enseña una verdad moral. Ejemplo: Dan. 5:12.
La parábola: como en 2 Sam. 12:1-4.
La alegoría: serie de metáforas en la que cada una muestra una situación distinta (p. ej.: Ecli. 11:9-12). Así, hay unas excelentes alegorías que personifican a la Sabiduría en Prov. 8, en Ecli. 24 y en Sab. 6-10.
Una parte importante de este libro consiste en una larga meditación sobre el pasado sagrado del pueblo judío: Sab. 10:19. El escritor bíblico pretende alertar al pueblo alejandrino acerca de los peligros de la impiedad y de la idolatría, volviendo a llevarlo al redil de la verdadera fe.
Cronológicamente, se trata del más reciente de todos los libros del Antiguo Testamento.
Tal es la sabiduría cuya descripción, que es como decir su elogio, se hace en este libro sublime. Como fruto de ella, podemos decir que, al hacernos sentir así la suavidad de Dios, nos da el deseo de su amor que nos lleva a buscarlo apasionadamente, como el que descubre el tesoro escondido (Is. 45, 3) y la perla preciosa del Evangelio (Mt. 13). He aquí el gran secreto, de incomparable trascendencia: La moral es la ciencia de lo que debemos hacer. La sabiduría es el arte de hacerlo sin esfuerzo y con gusto, como todo el que obra impelido por el amor (Kempis, III, 5).
El mismo Kempis nos dice cómo este sabor de Dios, que la sabiduría proporciona, excede a todo deleite (III, 34), y cómo las propias Palabras de Cristo tienen un maná escondido y exceden a las palabras de todos los santos (I, 1, 4). ¿Podrá alguien decir luego que es una ociosidad estudiar así estos secretos de la Biblia? Cada uno puede hacer la experiencia, y preguntarse si, mientras está con su mente ocupada en estas cosas, podría dar cabida a la inclinación de pecar.
¿No basta, entonces, para reconocer que éste es el remedio por excelencia para nuestras almas? ¿No es el que la madre usa por instinto, al ocupar la atención del niño con algún objeto llamativo para desviarlo de ver lo que no le conviene? Y así es como la Sabiduría lleva a la humildad, pues el que esto experimenta comprende bien que, si se libró del pecado, no fue por méritos propios, sino por virtud de la Palabra divina que le conquistó el corazón.
Tal es exactamente lo que enseña, desde el Salmo 1o. (v. 1-3), el Profeta David, a quien Dios puso «a fin de llenar de sabiduría a nuestros corazones» (Ecli. 45, 31): El contacto asiduo con las Palabras divinas asegura el fruto de nuestra vida. Cf. también Prov. 4, 23; 22, 17; Ecli. 1, 18; 30, 24; 37, 21; 39, 6; 51, 28; Jer. 24, 7; 30, 21; Bar. 2, 31; Ez. 36, 26; Lc. 6, 45; Mt. 15, 19; Hebr. 13, 9.
Mas para probar la eficacia de este remedio sobrenatural, claro está que hay que adoptarlo. Y eso es lo que el Papa acaba de proponer a los Pastores de almas, recordándoles, con San Jerónimo, que si el conocimiento de Cristo es lo único que puede salvar al mundo, ello supone el conocimiento de las Escrituras, porque «ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo».
Más libros del Antiguo Testamento