VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA FRANCISCO A RUMANÍA ENCUENTRO MARIANO CON LA JUVENTUD Y CON LAS FAMILIAS
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Plaza del Palacio de la Cultura, Iasi
Sábado, 1 de junio de 2019
Queridos hermanos y hermanas, bună seara!
Aquí con vosotros se siente el calor de hogar, de estar en familia, rodeado de pequeños y grandes. Es fácil, viéndoos y escuchándoos, sentirse en casa. El Papa entre vosotros se siente en casa. Gracias por vuestra calurosa bienvenida y por los testimonios que nos regalaron. Mons. Petru, come buen y orgulloso padre de familia, os ha abrazado a todos con sus palabras, presentándoos y lo confirmaste tú, Eduard, cuando nos decías que este encuentro no quiere ser sólo ni de jóvenes, ni de adultos, ni de otros, sino que vosotros “habéis deseado que esta tarde estuvieran con nosotros nuestros padres y nuestros abuelos”.
Hoy es el día del niño en estas tierras. Quisiera que lo primero que hagamos sea rezar por ellos, pidámosle a la Virgen que los cubra con su manto. Jesús los puso en medio de sus apóstoles, también nosotros queremos ponerlos en el medio y reafirmar nuestro compromiso de querer amarlos con el mismo amor con que el Señor los ama comprometiéndonos a regalarles el derecho al futuro. Esta es una hermosa herencia: Dar a los niños el derecho al futuro.
Me alegra saber que en esta plaza se encuentra el rostro de la familia de Dios que abraza a niños, jóvenes, matrimonios, consagrados, ancianos rumanos de distintas regiones y tradiciones, así como también de Moldavia, también aquellos que han venido de la otra orilla del río Prut, los fieles de las lenguas csángó, polaca y rusa. El Espíritu Santo nos convoca a todos y nos ayuda a descubrir la belleza de estar juntos, de poder encontrarnos para caminar juntos.
Cada uno con su lengua y tradición, pero feliz de encontrarse entre hermanos. Con esa felicidad que compartían Elisabetta e Ioan —¡valientes estos dos!—, con sus 11 hijos, todos diferentes, que vinieron de lugares diferentes, pero «hoy están todos reunidos, así como hace un tiempo cada domingo por la mañana caminaban todos juntos hacia la Iglesia». La felicidad de los padres de ver a los hijos reunidos. Seguro que hoy en el cielo hay fiesta por ver a tantos hijos que se animaron a estar juntos.
Es la experiencia de un nuevo Pentecostés —como escuchamos en la lectura—. Donde el Espíritu abraza nuestras diferencias y nos da la fuerza para abrir caminos de esperanza sacando lo mejor de cada uno; el mismo camino que comenzaron los apóstoles hace dos mil años y en el que hoy nos toca a nosotros tomar el relevo y animarnos a sembrar. No podemos esperar que sean otros, nos toca a nosotros. ¡Nosotros somos responsables! ¡Nos toca a nosotros!
Es difícil caminar juntos, ¿verdad? Es un don que tenemos que pedir, una obra artesanal que estamos llamados a construir y un hermoso regalo a transmitir. Pero, ¿por dónde empezamos a caminar juntos?
Quisiera “robar” nuevamente las palabras a estos abuelos Elisabetta e Ioan. Es lindo ver cuando el amor echa raíces con entrega y compromiso, con trabajo y oración. El amor echó raíces en vosotros y dio mucho fruto. Y como dice Joel, cuando jóvenes y ancianos se encuentran, los abuelos no tienen miedo a soñar (cf. Jl 3,1). Y este fue su sueño: «soñamos que puedan construirse un futuro sin olvidar de dónde salieron. Soñamos que todo nuestro pueblo no olvidara sus raíces».
Vosotros miráis el futuro y abrís el mañana para vuestros hijos, para vuestros nietos, para vuestro pueblo ofreciéndoles lo mejor que han aprendido durante vuestro camino: que no olvidéis de dónde partisteis. Vayáis a donde vayáis, hagáis lo que hagáis, no olvidéis las raíces. Es el mismo sueño, la misma recomendación que san Pablo hizo a Timoteo: mantener viva la fe de su madre y de su abuela (cf. 2 Tm 1,5-7).
En la medida que vayas creciendo —en todos los sentidos: fuerte, grande e incluso logrando tener fama— no te olvides lo más hermoso y valioso que aprendiste en el hogar. Es la sabiduría que dan los años: cuando crezcas, no te olvides de tu madre y de tu abuela, y de esa fe sencilla pero robusta que las caracterizaba y que les daba fuerza y tesón para ir adelante y no desfallecer. Es una invitación a dar gracias y reivindicar la generosidad, valentía, desinterés de una fe “casera” que pasa desapercibida pero que va construyendo poco a poco el Reino de Dios.
Ciertamente, la fe que “no cotiza en bolsa” no vende y, como nos recordaba Eduard, puede parecer que «no sirve para nada». Pero la fe es un regalo que mantiene viva una certeza honda y hermosa: nuestra pertenencia de hijos e hijos amados de Dios. Dios ama con amor de Padre. Cada vida, cada uno de nosotros le pertenecemos. Es una pertenencia de hijos, pero también de nietos, esposos, abuelos, amigos, de vecinos; una pertenencia de hermanos.
El maligno divide, desparrama, separa y enfrenta, siembra desconfianza. Quiere que vivamos “descolgados” de los demás y de nosotros mismos. El Espíritu, por el contrario, nos recuerda que no somos seres anónimos, abstractos, seres sin rostro, sin historia, sin identidad. No somos seres vacíos ni superficiales. Existe una red espiritual muy fuerte que nos une, “conecta” y sostiene, y que es más fuerte que cualquier otro tipo de conexión. Y esta red son las raíces: es el saber que nos pertenecemos los unos a los otros, que la vida de cada uno está anclada en la vida de los demás. «Los jóvenes florecen cuando se les ama verdaderamente», decía Eduard. Todos florecemos cuando nos sentimos amados. Porque el amor echa y nos invita a echar raíces en la vida de los demás.
Como esas bellas palabras de vuestro poeta nacional que deseaba a su dulce Rumanía que «tus hijos vivan únicamente en fraternidad, como las estrellas de la noche» (M. Eminescu, Cosa ti auguro, dolce Romania). Eminescu era un gran hombre, se sentía maduro, había crecido, pero no sólo: se sentía hermano, y por esto quiso que la Rumanía, que todos los rumanos fueran hermanos “como las estrellas de la noche”. Nos pertenecemos los unos a los otros y la felicidad personal pasa por hacer felices a los demás. Todo lo demás es cuento.
Para caminar juntos allí donde estés, no te olvides de lo que aprendiste en el hogar. No olvides tus raíces.
Esto me hizo acordar la profecía de un santo eremita de estas tierras. Cuando un día el monje Galaction Ilie del Monastero Sihăstria caminando con las ovejas en la montaña, encontró a un santo eremita que conocía y le preguntó: Dime, padre, ¿cuándo será el fin del mundo? Y el venerable eremita, suspirando, desde su corazón le dijo: Padre Galaction, ¿sabes cuándo será el fin del mundo? Cuando no haya sendas del vecino al vecino. Es decir, cuando no habrá más amor cristiano y comprensión entre hermanos, parientes, cristianos y entre los pueblos. Cuando las personas no amen más, será verdaderamente el fin del mundo. Porque sin amor y sin Dios ningún hombre puede vivir en la tierra.
La vida comienza a apagarse y marchitarse, nuestro corazón deja de latir y se seca, los ancianos no soñarán y los jóvenes no profetizarán cuando no haya sendas del vecino al vecino… Porque sin amor y sin Dios ningún hombre puede vivir en la tierra.
Eduard nos decía que él como muchos otros de su país intenta vivir la fe en medio de numerosas provocaciones. Son muchas, pero muchas las provocaciones que nos pueden desanimar y encerrarnos en nosotros mismos. No podemos negarlo ni hacer como que no pasara nada. Dificultades existen y son evidentes. Pero eso no puede hacernos perder de vista que la fe nos regala la mayor de las provocaciones:
Esa que, lejos de encerrarte o aislarte, hace brotar lo mejor de cada uno. El Señor es el primero en provocarnos y decirnos que lo peor viene cuando no haya sendas del vecino al vecino, cuando veamos más trincheras que caminos. El Señor es quién nos regala un canto más fuerte del de todas las sirenas que quieren paralizar nuestra marcha. Y lo hace de la misma forma: entonando un canto más hermoso y más encantador.
A todos el Señor nos regala una vocación que es una provocación para hacernos descubrir los talentos y capacidades que poseemos y las pongamos al servicio de los demás. Y nos pide que usemos nuestra libertad como libertad de elección, de decirle sí a un proyecto de amor, a un rostro, a una mirada. Esta es una libertad mucho más grande que poder consumir y comprar cosas. Una vocación que nos pone en movimiento, nos hace derribar trincheras y abrir caminos que nos recuerden esa pertenencia de hijos y hermanos.
En esta “capital histórica y cultural” del país se partía juntos —en la edad media— como Peregrinos por la Vía transilvana, hasta Santiago di Compostela. Hoy, aquí, viven muchos estudiantes de varias partes del mundo. Recuerdo un encuentro virtual que tuvimos en marzo, con Scholas Occurentes, donde me decían también que esta ciudad sería durante este año la capital nacional de la juventud. ¿Es verdad? ¿Es verdad que esta ciudad durante este año es la capital nacional de la juventud? [Los jóvenes responden: “Sí”].
¡Vivan los jóvenes! Dos factores muy buenos: una ciudad que históricamente sabe abrir e iniciar procesos —como el camino de Santiago—; una ciudad que sabe albergar jóvenes provenientes de varias partes del mundo como ahora. Dos características que recuerdan el potencial y la alta misión que pueden desarrollar: abrir caminos para caminar juntos y llevar adelante ese sueño de los abuelos que es profecía: sin amor y sin Dios ningún hombre puede vivir en la tierra. De aquí pueden partir aún nuevas vías del futuro hacia Europa y hacia tantas otras partes del mundo. Jóvenes, vosotros sois peregrinos del siglo XXI capaces de una nueva imaginación de los lazos que nos unen.
Pero no se trata de generar grandes programas o proyectos sino de dejar crecer la fe, de dejar que las raíces nos transmitan la savia. Como os decía al inicio: la fe no se transmite sólo con palabras sino con gestos, miradas, caricias como la de nuestras madres, abuelas; con el sabor a las cosas que aprendimos en el hogar, de manera simple y auténtica.
Allí donde exista mucho ruido, que sepamos escuchar; donde haya confusión, que inspiremos armonía; que donde todo se revista de ambigüedad, que podamos aportar claridad; donde haya exclusión, que llevemos compartir; en el sensacionalismo, el mensaje y la noticia rápida, que cuidemos la integridad de los demás; en la agresividad, que prioricemos la paz; que en la falsedad, que aportemos la verdad; que en todo, en todo privilegiemos abrir caminos para sentir esa pertenencia de hijos y hermanos (cf. Mensaje para la 52 jornada mundial de las comunicaciones sociales 2018).
Estas últimas palabras que he dicho tienen la “música” de san Francisco de Asís. ¿Sabéis lo que aconsejaba a sus frailes para transmitir la fe? Les decía: “Id, predicad el Evangelio y, si fuera necesario, también con palabras”. [Aplauso] Este aplauso es para san Francisco de Asís.
Estoy concluyendo, me falta un párrafo, pero deseo contar una experiencia que he tenido cuando entraba en la plaza. Había una anciana, bastante mayor, abuela. En sus brazos tenía a su nieto, de unos dos meses, no más. Cuando he pasado me lo ha mostrado. Sonreía, y sonreía con una sonrisa cómplice, como diciéndome: “¡Mire, ahora yo puedo soñar!”. En ese momento me he emocionado y no he tenido el ánimo de ir y traerla aquí delante. Por esto, lo cuento. Los abuelos sueñan cuando los nietos progresan, y los nietos tienen empuje cuando asumen las raíces de los abuelos.
Rumanía es el “jardín de la Madre de Dios” y en este encuentro he podido darme cuenta por qué. Ella es la Madre que cultiva los sueños de los hijos, que custodia sus esperanzas, que lleva la alegría a la casa. Es la madre tierna y concreta, que nos cuida. Vosotros sois esa comunidad viva y floreciente llena de esperanza que podemos regalarle a la Madre. A ella, a la Madre, consagramos el futuro de los jóvenes, el futuro de las familias y de la Iglesia. Mulțumesc! [Gracias!]