VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO A BULGARIA ENCUENTRO CON LA COMUNIDAD CATÓLICA
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Iglesia de San Miguel Arcángel de Rakovsky
Lunes, 6 de mayo de 2019
Queridos hermanos y hermanas:
Buenas tardes. Os agradezco vuestra calurosa acogida, vuestras danzas y testimonios. Me dicen que la traducción estará en las pantallas. Está bien así.
Mons. Iovcev me ha pedido que os ayude —en esta alegría de poder encontrar al santo Pueblo de Dios con sus mil rostros y carismas—, que os ayude a “ver con ojos de fe y de amor”. Ante todo, quisiera agradeceros porque me habéis ayudado a ver mejor y a comprender un poco más por qué esta tierra fue tan querida y significativa para Juan XXIII, donde el Señor iba preparando lo que sería un paso importante en nuestro caminar eclesial. Entre vosotros surgió una fuerte amistad con los hermanos ortodoxos que lo impulsó por un camino capaz de generar la tan ansiada y frágil fraternidad entre las personas y las comunidades.
Ver con los ojos de la fe.
Quiero recordar las palabras del “Papa bueno”, que supo sintonizar su corazón con el del Señor de tal manera que decía que no estaba de acuerdo con aquellos que sólo veían el mal a su alrededor y los llamó profetas de calamidades. Para él, había que confiar en la Providencia, que nos acompaña continuamente y, en medio de las adversidades, es capaz de darle cumplimiento a planes superiores e inesperados (cf. Discurso de apertura del Concilio Vaticano II, 11 octubre 1962).
Los hombres de Dios son quienes han aprendido a mirar, confiar, descubrir y dejarse guiar por la fuerza de la resurrección. Reconocen, sí, que existen momentos o situaciones dolorosas y especialmente injustas, pero no se quedan de brazos cruzados, acobardados o, lo que sería peor, creando ambientes de incredulidad, de malestar o desazón, ya que eso sólo termina por enfermar el alma, dañar la esperanza e impedir toda posible solución.
Los hombres y mujeres de Dios son los que se animan a dar el primer paso —esto es importante: dar el primer paso— y buscan creativamente ponerse en la primera línea, testimoniando que el Amor no está muerto, sino que ha vencido todos los obstáculos. Los hombres y las mujeres de Dios se la juegan, porque aprenden que, en Jesús, Dios mismo se la ha jugado. Puso su carne en juego para que nadie pueda sentirse solo o abandonado. Y esta es la belleza de nuestra fe: Dios se la juega haciéndose uno de nosotros.
En este sentido, quiero compartir con vosotros una experiencia reciente.
Esta mañana, en el Campo de Refugiados de Vrazhdebna, tuve la alegría de reunirme con refugiados y personas acogidas de varios países del mundo que buscan un contexto de vida mejor que el que dejaron, y también he encontrado a los voluntarios de Cáritas [Aplauso a los voluntarios de Cáritas, que se ponen en pie, todos con la camiseta roja]. Cuando he entrado aquí y he visto a los voluntarios de Cáritas, he preguntado quiénes eran, porque pensaba que eran los bomberos. ¡Vestidos tan rojos! Allí [en el Centro de Vrazhdebna] me dijeron que el corazón del Centro —de este Campo de refugiados— nace de la conciencia de que toda persona es hija de Dios, independientemente de su etnia o confesión religiosa.
Para amar a alguien no hay necesidad de exigir o pedirle un curriculum vitae; el amor “primerea”, va siempre por delante, se adelanta. ¿Por qué? Porque el amor es gratuito. En este centro de Cáritas son muchos los cristianos que aprendieron a ver con los mismos ojos del Señor, que no se detiene en adjetivos, sino que busca y espera a cada uno con ojos de Padre.
¿Sabéis una cosa? Tenemos que estar atentos.
Hemos caído en la cultura del adjetivo: “esta persona es esto, esta persona es esto, esta persona es esto…”. Y Dios no quiere eso. Es una persona, es imagen de Dios. Nada de adjetivos. Dejemos que Dios ponga los adjetivos; nosotros pongamos el amor, en cada persona. Así, esto sirve también para el chismorreo. Con qué facilidad se da entre nosotros el chismorreo. “Ah, este es eso, este hace esto…”. Siempre “adjetivamos” a la gente. Yo nos estoy hablando de vosotros, porque sé que aquí no hay chismorreo, pero pensemos en el lugar donde se dicen chismes. Esto es el adjetivo: adjetivar a la gente.
Tenemos que pasar de la cultura del adjetivo a la realidad del sustantivo.
Ver con los ojos de la fe es la invitación a no ir por la vida poniendo etiquetas, clasificando qué persona es digna o no de amor, sino tratar de crear las condiciones para que toda persona pueda sentirse amada, especialmente aquellas que se sienten olvidadas de Dios porque son olvidadas de sus hermanos. Hermanos y hermanas, quien ama no pierde el tiempo en lamentarse, sino que siempre ve lo que puede hacer en concreto. En este centro habéis aprendido a ver los problemas, a reconocerlos, a mirarlos de frente, os dejáis interpelar y buscáis discernir con los ojos del Señor.
Como dijo el papa Juan: «No he conocido nunca a un pesimista que haya terminado algo bueno». Los pesimistas no hagan nunca nada bueno. Los pesimistas arruinan todo. Cuando pienso en el pesimista, me viene a la mente una buena tarta: ¿Qué hace el pesimista? Hecha vinagre sobre la tarta, lo arruina todo. Los pesimistas lo arruinan todo. En cambio el amor abre las puertas, ¡siempre! Papa Juan tenía razón: «No he conocido nunca a un pesimista que haya terminado algo bueno». El Señor es el primero en no ser pesimista y continuamente está buscando abrir caminos de Resurrección para todos nosotros. El Señor es un optimista incorregible. Siempre busca pensar bien de nosotros, de llevarnos adelante, de apostar por nosotros. Qué lindas son nuestras comunidades cuando se convierten en talleres de esperanza.
El optimista es un hombre o una mujer que crea esperanza en la comunidad.
Pero para tener la mirada de Dios, necesitamos de los demás, necesitamos que nos enseñen a mirar y a sentir cómo mira y siente Jesús; que nuestro corazón pueda palpitar con sus mismos sentimientos. Por eso me gustó cuando Mitko y Miroslava, con su pequeño angelito Bilyana, nos decían que para ellos la parroquia fue siempre su segunda casa. Lugar donde siempre encuentran, mediante la oración común y la ayuda de las personas queridas, la fuerza para seguir adelante. Una parroquia optimista, que ayuda a seguir adelante.
Así, la parroquia se transforma en una casa en medio de todas las casas y es capaz de hacer presente al Señor allí donde cada familia, cada persona busca cotidianamente ganarse el pan. Allí, en el cruce de los caminos, está el Señor, que no quiso salvarnos por decreto, sino que entró y quiere entrar en lo más recóndito de nuestros hogares y decirnos, como dijo a sus discípulos: «¡La paz esté con vosotros!». Es hermoso el saludo del Señor: «¡La paz esté con vosotros!». Donde hay tempestad, donde hay oscuridad, donde hay duda, donde hay angustia, el Señor dice: «¡La paz esté con vosotros!». Y no solo lo dice: hace la paz.
Me alegra saber que os parece acertada esa “máxima” que me gusta compartir con los matrimonios: «Nunca ir a la cama enfadados, ni siquiera una noche» —y, por lo que veo, con vosotros funciona—. Es una máxima que puede servir también para todos los cristianos. A mí me gusta decir a las parejas que no discutan, pero si discuten, no hay problema, porque es normal enfadarse. Es normal. Y a veces discutir un poco fuerte —alguna vez vuelan los platos—, pero no hay problema: enfadarse con la condición de hacer las paces antes de que acabe el día. Nunca terminar el día en guerra. A todos vosotros, esposos: nunca terminar el día en guerra.
Y, ¿sabéis por qué? Porque la “guerra fría” del día después es muy peligrosa.
“Y, Padre, ¿cómo se puede hacer la paz? ¿Dónde puedo aprender los discursos para hacer la paz?” Haz así [hace el gesto de una caricia]: un gesto y está hecha la paz. Solamente un gesto de amor. ¿Entendido? Esto para las parejas. Es cierto que, como vosotros también habéis contado, uno pasa por distintas pruebas, por eso es necesario velar para que la rabia, el rencor o la amargura nunca se apoderen del corazón. Y en eso nos tenemos que ayudar, cuidarnos unos a otros para que no se apague la llama que el Espíritu derramó en nuestro corazón.
Vosotros reconocéis y agradecéis que vuestros sacerdotes y religiosas se ocupen de vosotros. ¡Son buenos! Un aplauso para ellos. Pero cuando os escuchaba me llamó la atención ese sacerdote que compartía, no lo bien que lo ha hecho en estos años de ministerio, sino que ha hablado de las personas que Dios ha puesto a su lado para ayudarlo a ser un buen ministro de Dios.
Y estas personas sois vosotros.
El Pueblo de Dios agradece a su pastor y el pastor reconoce que aprende a ser creyente —atención a esto: aprende a ser creyente— con la ayuda de su pueblo, de su familia y en medio de ellos. Cuando un sacerdote o una persona consagrada, también un obispo como yo, se aleja del Pueblo de Dios, el corazón se enfría y pierde esa capacidad de creer como el Pueblo de Dios. Por esto me gusta esta afirmación: el Pueblo de Dios ayuda a los consagrados —ya sean sacerdotes, obispos o religiosas— a ser creyentes. El Pueblo de Dios es una comunidad viva que sostiene, acompaña, complementa y enriquece. Nunca separados, sino juntos, cada uno aprende a ser signo y bendición de Dios para los demás.
El sacerdote sin su pueblo pierde identidad y el pueblo sin sus pastores puede fragmentarse.
La unidad del pastor que sostiene y lucha por su pueblo, y el pueblo que sostiene y lucha por su pastor. ¡Esto es grande! Cada uno dedica su vida a los demás. Nadie puede vivir para sí, vivimos para los demás. Y esto lo decía san Pablo en una de sus cartas: “Nadie vive para sí”. “Padre, yo conozco una persona que vive para sí”. ¿Y esa persona es feliz? ¿Es capaz de dar su vida a los demás? ¿Es capaz de sonreír? Son las personas egoístas. Es el pueblo sacerdotal el que, junto al sacerdote, puede decir: «Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros». Este es el Pueblo de Dios unido al sacerdote. Así aprendemos a ser una Iglesia-hogar-comunidad que acoge, escucha, acompaña, se preocupa de los demás revelando su verdadero rostro, que es rostro de madre. La Iglesia es madre.
Iglesia-madre que vive y hace suyo el problema de los hijos, no ofreciendo respuestas pre confeccionadas.
No. Las mamás, cuando tienen que responder a la realidad de los hijos, dicen lo que les viene a la mente en ese momento. Las mamás no tienen respuestas pre confeccionadas: responden con el corazón, con el corazón de madre. Así la Iglesia, esta Iglesia que está hecha por todos nosotros, pueblo y sacerdotes juntos, obispos, consagrados, todos juntos, busca juntos caminos de vida, caminos de reconciliación; busca hacer presente el Reino de Dios.
Iglesia-hogar-comunidad que afronta las cuestiones importantes de la vida, que a menudo son grandes madejas de hilo, y antes de desenredarlas las hace suyas, las acoge en sus manos y las ama. Así hace una madre: cuando ve a un hijo o a una hija que está “anudado” en tantas dificultades, no lo condena: toma esa dificultad, esos nudos en sus manos, los hace suyos y los resuelve. Igual es nuestra Madre Iglesia. Así debemos de mirarla. Es la madre que nos toma como somos, con nuestras dificultades, con nuestros pecados también.
Es madre, sabe siempre arreglar las cosas.
¿No os parece que es hermoso tener una madre así? Nunca alejaros, nunca alejarse de la Iglesia. Y si tú te alejas, perderás la memoria de la maternidad de la Iglesia; comenzarás a pensar mal de tu Madre Iglesia, y cuanto más lejos vayas, esa imagen de madre más se convertirá en una imagen de madrastra. Pero la madrastra está dentro de tu corazón. La Iglesia es madre.
Un hogar entre los hogares —esta es la Iglesia—, abierto, como nos decía la hermana, para testimoniar al mundo actual la fe, la esperanza y el amor al Señor y a aquellos que Él ama con predilección. Una casa de puertas abiertas. La Iglesia es una casa con las puertas abiertas, porque es madre. Me impactó mucho una cosa que escribió un gran sacerdote. Él era un poeta y amaba mucho a la Virgen. Era también un sacerdote pecador, él sabía que era pecador, pero iba a la Virgen y lloraba delante de la Virgen.
Una vez escribió una poesía, pidiendo perdón a la Virgen y haciendo el propósito de no alejarse nunca de la Iglesia.
Escribió así: “Esta noche, Señora, la promesa es sincera. Pero, por lo que pueda pasar, no te olvides de dejar fuera la llave de la puerta”. María y la Iglesia nunca cierran por dentro. Siempre, si cierran la puerta, la llave está fuera: tú puedes abrir. Y esta es nuestra esperanza. La esperanza de la reconciliación. “Padre, usted dice que la Iglesia y la Virgen son una casa con las puertas abiertas, pero si usted supiera, padre, las cosas feas que he hecho en la vida: para mí las puertas de la Iglesia, también las puertas de la corazón de la Virgen, están cerradas” — “Tienes razón, están cerradas, pero acércate, mira bien y encontrarás la llave en la parte de fuera. Haz así, abre y entra. No debes de llamar al timbre. Abre con esa llave allí”. Y esto vale para toda la vida.
En este sentido, tengo un “trabajito” para vosotros. Vosotros sois hijos en la fe de dos grandes testigos que fueron capaces de testimoniar con su vida el amor del Señor en estas tierras. Los hermanos Cirilo y Metodio, hombres santos y visionarios, tuvieron la certeza de que la manera más auténtica para hablar con Dios era hacerlo en la propia lengua.
Eso les dio la audacia de animarse a traducir la Biblia para que nadie pudiera quedar privado de la Palabra que da vida.
Ser una casa de puertas abiertas, siguiendo las huellas de Cirilo y Metodio, implica también hoy animarse a ser audaces y creativos para preguntarse cómo se puede traducir de manera concreta a las generaciones más jóvenes el amor que Dios nos tiene. Tenemos que ser audaces, valerosos. Sabemos y experimentamos que «los jóvenes, en las estructuras habituales, muchas veces no encuentran respuestas a sus inquietudes, necesidades, problemáticas y heridas» (Exhort. apost. postsin. Christus vivit, 202).
Esto nos pide una mayor imaginación en nuestras acciones pastorales para buscar la manera de llegar a su corazón, conocer sus búsquedas y alentar sus sueños como comunidad-hogar que sostiene, acompaña e invita a mirar el futuro con esperanza. Una tentación grande que enfrentan las nuevas generaciones es la falta de raíces, de raíces que los sostengan y esto los lleva al desarraigo y a una gran soledad. Nuestros jóvenes, cuando se sienten llamados a desplegar todo el potencial que poseen, muchas veces quedan a mitad de camino por las frustraciones o las desilusiones que experimentan, ya que no poseen raíces donde apoyarse para mirar adelante (cf. ibíd., 179-186). Y eso aumenta cuando se ven obligados a dejar su tierra, su patria, su hogar.
Quisiera subrayar lo que he dicho sobre los jóvenes, que tantas veces pierden las raíces.
Hoy, en el mundo, hay dos grupos de personas que sufren mucho: los jóvenes y los anciano. Tenemos que hacer que se encuentren. Los ancianos son las raíces de nuestra sociedad, no podemos mandarlos fuera de nuestra comunidad, son la memoria viva de nuestra fe. Los jóvenes tienen necesidad de raíces, de memoria.
Hagamos que se comuniquen entre ellos, sin miedo. Hay una hermosa profecía del profeta Joel: “Vuestros ancianos soñarán y vuestros jóvenes profetizarán” (3,1). Cuando los jóvenes se encuentran con los ancianos y los ancianos con los jóvenes, los ancianos empiezan a revivir, vuelven a soñar y los jóvenes reciben ánimo de los ancianos, van adelante y empiezan a hacer eso que es tan importante en su vida, es decir, frecuentar el futuro, pero esto solo se puede hacer si tienen las raíces de los viejos. Cuando estaba llegando aquí a la parroquia, en las calles había tantos ancianos, tantos viejecitos y viejecitas. Sonreían… Tienen un tesoro dentro. Y había tantos jóvenes que también saludaban y sonreían. ¡Que se encuentren! Que los ancianos den a los jóvenes esta capacidad esta capacidad de profetizar, es decir de frecuentar el futuro.
Estos son los desafíos de hoy.
Y no tengamos miedo a asumir nuevos desafíos siempre que busquemos por todos los medios que nuestro pueblo no sea privado de la luz y el consuelo que nace de la amistad con Jesucristo.. de una comunidad de fe que lo contenga y de un horizonte siempre desafiante y renovador que le dé sentido y vida (cf. Exhort. apost. Evangelii gaudium, 49). No nos olvidemos que las páginas más hermosas de la Iglesia fueron escritas cuando el Pueblo de Dios se ponía en camino creativamente, para buscar traducir el amor de Dios en cada momento de la historia, con los desafíos que se iban encontrando.
El pueblo unido, el Pueblo de Dios, con el sensus fidei que le es propio. Es lindo saber que contáis con una gran historia vivida, pero es más hermoso saber que a vosotros se os confió escribir lo que vendrá. Estas páginas no se han escrito. Debéis de escribirlas vosotros. El futuro está en vuestras manos, el libro del futuro lo tenéis que escribir vosotros. No os canséis de ser una Iglesia que siga engendrando, en medio de las contradicciones, dolores y también tanta pobreza, pero es la Iglesia Madre que continuamente hace hijos, engendra a los hijos que esta tierra necesita hoy en los inicios del s. XXI, teniendo un oído en el Evangelio y el otro en el corazón de vuestro pueblo.
Gracias… —no he terminado. Os atormentaré todavía un poco más—, gracias por este hermoso encuentro. Y pensando en el papa Juan, quisiera que la bendición que os doy ahora sea una caricia del Señor para cada uno de vosotros. Él dio aquella bendición con el deseo de que fuese una caricia; aquella bendición que dio a la luz de la luna.
Recemos juntos, recemos a la Virgen que es imagen de la Iglesia. Rezad en vuestra lengua. [Recitan el Ave María en búlgaro]
[Bendición]