Domingo V de Pascua
EN QUÉ SE RECONOCE A UN DISCÍPULO DE JESÚS:
El amor a la manera del Crucificado
Lectio de Juan 13,31-35
Introducción
El tema del discipulado vuelve al primer plano en este domingo: “En esto conocerán todos que sois discípulos míos” (Juan 13,35).
La clave es “el amor”: “Si os tenéis amor los unos por los otros” (Juan 13,35b). Respuesta clara y contundente. Sin embargo: se habla tanto de amor hoy, ¿de qué tipo de amor estamos hablando? ¿Dónde está la novedad? ¿Cuál es su fundamento? ¿Es posible amar de esa manera?
Nos pueden motivar para entrar en el estudio del evangelio de este domingo las palabras del Papa Benedicto XVI:
“La fe, que hace tomar conciencia del amor de Dios revelado en el corazón traspasado de Jesús en la cruz, suscita a su vez el amor. El amor es una luz —en el fondo la única— que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar. El amor es posible, y nosotros podemos ponerlo en práctica porque hemos sido creados a imagen de Dios” (Encíclica “Dios es Amor” No.39).
Sumerjámonos con gozo en el estudio de uno de los pasajes quizás más leídos de los evangelios, el del “mandato del amor”.
1. El texto, su contexto y su estructura
Leamos despacio y con mucho cuidado el texto de Juan 13,31-35:
31 Cuando salió (Judas), dice Jesús: “Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en Él.
32 Si Dios ha sido glorificado en Él, Dios también le glorificará en sí mismo y le glorificará pronto.
33 Hijos míos, ya poco tiempo voy a estar con vosotros. (v.33b: no se le hoy)
34 Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros.
35 En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos por los otros”.
El contexto de estas palabras
Notemos, para comenzar, que hay un contraste entre oscuridad y luz, más exactamente la oscuridad del odio y la luz reveladora del amor.
(1) La oscuridad del discípulo desertor que se va.
Judas acaba de salir del cenáculo para alejarse definitivamente de Jesús (Juan 13,30a). En el momento en que lo hace el evangelista anota: “era de noche” (13,30b). Judas se pierde en medio de las tinieblas –una forma concreta de describir el apartarse del proyecto de Jesús- para ponerse al servicio del poder del mal, es decir, del odio al Maestro.
(2) La luz que proviene de la entrega amorosa de Jesús en la Cruz.
Como consecuencia de la “entrega” (13,21), Jesús también se va, pero en otra dirección: la de la Gloria de Dios. Es así como Jesús toma la palabra y comienza a hablar insaciablemente de la glorificación (en sólo dos versículos –vv.31y32-, ¡el verbo “glorificar” se repite cinco veces!). En el esplendor de esta luz se revela el amor extraordinario e incondicional de Dios por los hombres, una luz que brillará también en la vida de los discípulos cuando sean capaces de amarse con la profundidad y la fidelidad con que lo hizo Jesús crucificado (13,34-35).
En las últimas horas de convivencia terrena de Jesús con sus discípulos (“Hijos míos, ya poco tiempo voy a estar con vosotros”, (13,33a), Jesús habla de su futuro y del de sus discípulos.
No perdamos de vista la paradoja: justo en el momento en que, por la traición de uno de los discípulos, parece venirse abajo definitivamente la vida y el ministerio de Jesús –como si una gran ola de odio arrastrara hasta el fondo toda la obra de Jesús-, Jesús le ayuda al resto de sus discípulos a entender (1) el sentido de su muerte en la Cruz (13,31-32) y (2) cuál será el oficio más importante de ellos a partir del momento en que ya no lo tengan de forma visible ante sus ojos (13,33-35).
Notemos también que los dos temas que acabamos de mencionar se cruzan: si por la gloria de Jesús en la Cruz se reconoce en Él la presencia de Dios, también por el amor que se tienen los discípulos entre sí se descubrirá que están en comunión estrecha con Jesús y, por lo tanto, que la gloria de Jesús Resucitado está en medio de ellos. Esta es la dinámica que el evangelio de este domingo nos invita a considerar y a vivir.
La estructura
La primera parte del pasaje se fija ante todo en la persona de Jesús y en su revelación, la segunda proyecta esta revelación en estilo de vida de sus discípulos.
Se puede distinguir el siguiente esquema:
(1) La luz de la gloria que proviene de la Cruz (13,31-32). En Él vemos la gloria:
Como revelación de lo más profundo de Dios, la gloria de Jesús y la gloria del Padre
(2) El amor recíproco de los discípulos de Jesús bajo la luz radiante del amor primero del Maestro (13,33-35):
La dolorosa separación (13,33)
Un mandato nuevo (13,34)
Un amor que revela la presencia del Resucitado (13,35)
Profundicemos ahora en este pasaje. Pongamos atención a los detalles, de manera que podamos colocar la Palabra “dentro del corazón” y la transformemos en oración y vida.
2. La luz de la gloria que proviene de la Cruz (13,31-32)
“31 Cuando salió (Judas), dice Jesús: ‘Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en Él.
32 Si Dios ha sido glorificado en Él, Dios también le glorificará en sí mismo y le glorificará pronto’”.
En la muerte de Jesús el Padre “glorifica” al Hijo y al mismo tiempo el Padre es “glorificado” en la Cruz del Hijo (13,31-32).
2.1. La “gloria” como revelación de lo más profundo de Dios
A lo largo de su ministerio, en todo lo que hizo, Jesús siempre acentuó su relación con el Padre: “El Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre” (5,19). Y todavía más, Jesús describía la relación Padre-Hijo en términos de uno que envía y otro que es enviado, con razón decía que “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (4,34). No hay lugar a duda: las palabras y las obras del Hijo provienen del Padre y ponen en evidencia la relación estrecha que hay entre los dos.
Esto se aplica ahora a la Pasión y Muerte de Jesús. La Cruz no es separación ni abandono de parte del Padre, sino todo lo contrario: la revelación de cuán hondamente Dios está en la vida de Jesús.
Decir que el Hijo “glorifica” al Padre y que el Padre “glorifica” al Hijo, indica que el uno revela al otro en la más asombrosa claridad.
Esto merece un breve paréntesis explicativo: en el lenguaje bíblico, “glorificar” significa “hacer visible” a alguien en el luminoso esplendor de su verdadera realidad; glorificar: es “evidenciar”, “visibilizar” lo más profundo del otro, “sacar a la luz” su grandioso misterio escondido. Cerremos el paréntesis.
Pues bien, en el don de su propia vida –sin límites y hasta el extremo- y en sus consecuencias salvíficas –victoria sobre el mal y salvación para los hombres-, el Padre y el Hijo han llevado a culmen la misión y le han revelado al mundo el esplendor (1) de su relación recíproca y (2) de su relación con la humanidad.
En el momento más oscuro (así presentan los evangelios sinópticos el momento de la muerte de Jesús), la luz del amor entre los dos –el Padre y el Hijo- y de los dos por el mundo hace radiante el acontecimiento (énfasis particular de Juan). He aquí, el verdadero carácter de la muerte de Jesús y hay que acogerlo con una gran fe en este tiempo pascual.
2.2. La “gloria” de Jesús
Jesús es glorificado en el momento en que entrega su vida.
Sorprende la ilimitada confianza que Jesús tiene en su Padre. Jesús no se aferra a nada, se abandona sin resistencias en el Padre en un evento real y absolutamente serio como la muerte. Así se manifiesta cuán profundo es el amor de Jesús al Padre; en el momento de “pasar de este mundo al Padre” (13,1), Jesús hace una declaración de amor incondicional: “¡Ha de saber el mundo que amo al Padre!” (14,31). Pero también es una declaración de amor sin palabras por nosotros: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (13,1).
Jesús, como Buen Pastor, no se guarda nada para sí, sino que da generosamente su propia vida en las manos de Dios y por nosotros. Así se “glorifica” a Dios. Precisamente, mediante esta acción del Hijo, Dios se revela como un Papá que merece toda nuestra confianza. Es más, no habría otra forma de entrar en una relación justa con Él sino a través de un abandono total, con absoluta confianza.
Todo esto lo descubrimos a través de la entrega de Jesús: el don de su vida revela el infinito amor de Dios por el mundo. Es Dios dándose a sí mismo (ver Juan 3,16).
2.3. La “gloria” del Padre
El versículo 32, acentúa con mayor intensidad el anuncio de que el Padre “glorifica” a su Hijo: “Dios también le glorificará en sí mismo y le glorificará pronto”. Retomemos las dos afirmaciones aquí contenidas.
(1) El Padre “le glorificará en sí mismo” (13,32)
Con esto se está afirmando que, desde el momento de su muerte, el Hijo de Dios encarnado es acogido por el Padre en su misma vida divina, como dice Jesús: “en la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo fuese” (17,5).
El Padre también ama al Hijo, ¡y de qué manera! Más aún, Jesús “está” con Dios y “es” Dios (ver el prólogo de Juan 1,1). He aquí la grandeza y la dignidad de Jesús. Los discípulos captarán esta revelación en el tiempo pascual y vivirán fascinados con ella: “Para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo” (17,24).
(2) El Padre “le glorificará pronto” (13,32).
El entrañable amor del Padre por el Hijo también se revela en la Cruz. La exaltación de la Cruz nos hace una revelación sobre Dios. En ella, además de conocer cuánto ama el Padre al Hijo, vemos también cuán eficaz para salvarnos es esta entrega de amor (ver Juan 3,16).
En la exaltación del Crucificado Dios se vacía de amor en la humanidad. De su pecho traspasado por la lanza manan ríos de agua viva, el don de su mismo Espíritu, fuerza de vida eterna (ver Juan 19,34 y 7,38-39). Allí Él ejerce la irresistible atracción de su amor primero: “Y yo cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (12,32).
3. El amor recíproco de los discípulos de Jesús bajo la luz radiante del amor primero del Maestro (13,33-35)
“33 Hijos míos, ya poco tiempo voy a estar con vosotros. (…)
34 Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros.
35 En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos por los otros”.
La primera parte del pasaje de hoy centró nuestra atención en el amor entre el Padre y el Hijo que se da a conocer por medio de la “glorificación” en la Cruz; allí los discípulos comprendieron cuánto los amaba Jesús. La segunda parte, que abordamos ahora, se centra en la relación entre los discípulos de Jesús, ¿qué se debe reflejar allí?
3.1. La dolorosa separación (13,33)
“Hijos míos, ya poco tiempo voy a estar con vosotros”
Cuando Judas salió del cenáculo cambió el panorama: quedó en evidencia la partida de Jesús y los discípulos se turbaron de tristeza (14,1) con el anuncio final de esta partida: “Ya poco tiempo voy a estar con vosotros” (13,33).
Ahora la luz de Aquel a quien “las tinieblas no lo vencieron” (1,5), se proyecta sobre la comunidad reunida en el cenáculo.
Jesús le habla a los discípulos con palabras cargadas de ternura, casi con expresión de amor paterno-materno: “Hijos míos” (el diminutivo que aparece en el texto griego suena: “Hijitos”, lo que da el matiz sonoro de “queridos hijitos”; es el mismo término que aparece en Juan 21,5 y que la Biblia de Jerusalén traduce como “Muchachos”).
Hasta el momento, como lo afirmará explícitamente más adelante, Jesús ha estado en medio de su comunidad y la ha protegido “Cuando yo estaba con ellos, yo cuidaba en tu nombre a los que me habías dado”, (17,12; ver también el evangelio del domingo pasado), pero ahora Él sigue adelante su camino, que pasa por la muerte.
Los discípulos no lo seguirán de forma inmediata por este camino que conduce a la gloria (13,33b), pero sí lo harán más tarde (ver el diálogo con Pedro en 13,36; 21,18-19). De ahí que estamos ante el fin de la comunión terrena de Jesús con su comunidad y el comienzo de un nuevo tipo de relación entre el Maestro y sus discípulos.
3.2. Un mandato nuevo (13,34)
“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros.
Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros”
Jesús le da a sus discípulos el mandato del amor: “Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros” (13,34). Esta es la manera concreta como (1) Jesús continuará en medio de su comunidad y, al mismo tiempo, (2) los discípulos serán identificados en cuanto tales en el tiempo pascual.
Cada uno de los discípulos ha sido amado fuertemente por Jesús. Ahora la vida de ellos debe estar sostenida y orientada por este mismo amor. La experiencia del amor de Jesús, cuya cumbre se capta y se recibe en el amor de la Cruz, envuelve completamente la vida de los discípulos. Esta vida en el amor es la luz de los discípulos (ver el Prólogo de Juan 1,4).
Jesús habla de un “mandato nuevo” (13,34).
Pero, ¿en qué está lo nuevo, si -al menos en su formulación- ya había un mandamiento parecido en el Antiguo Testamento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Levítico 19,18)?
Lo nuevo está en la experiencia de base: Jesús no habla de amor en abstracto o de forma genérica sino que su referente es el “como yo os he amado”. Es el comportamiento y las actitudes de Jesús lo que da los límites y el estilo de este amor; en este sentido el mandato de Jesús es completamente nuevo, porque sólo los discípulos han experimentado su amor y porque sólo en la Cruz se reveló en plenitud el amor de Jesús y el del Padre (ver la explicación de los vv.31-32).
Por lo tanto, lo que Jesús subraya de manera particular es que el amor de cada discípulo por el otro debe representar la intensidad y la grandeza del amor de Jesús Crucificado. El amor de los discípulos toma forma en el molde de la Cruz. El mandato no está en el simple hecho de “amar” sino de “amar a la manera de Jesús”. Por eso debe ser un amor de aceptación del otro aún en su pecado, un amor que efectivamente ayuda y transforma, un amor que se despoja de sí mismo para buscar el bien del otro, tal como hizo Jesús.
De esta forma se revelará que Jesús está vivo y presente en medio de sus discípulos. En su forma de amar, cada uno le hará presente Jesús a su hermano. La característica más importante de Jesús es el “amor” y su presencia resucitada en la comunidad se verifica precisamente en este punto.
3.3. Un amor que revela la presencia del Resucitado (13,35)
“En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos por los otros”
El amor del Padre y del Hijo en la Cruz capacitan al verdadero discípulo –aquél que ha adherido vitalmente su existencia a la de Jesús- para continuar en el mundo la fuerza de este amor. Jesús no se ha limitado a mandar que nos amemos sino que nos ofrece ante todo la experiencia de su propio amor, vaciándolo en nuestros corazones, creando así entre Él, nosotros y los que nos rodean, un nuevo espacio vital y una nueva dinámica relacional.
Abrirse al amor de Jesús, para recibirlo y ofrecerlo, es abrirse también a su “glorificación”. Por eso el amor de los discípulos manifiesta el amor de Jesús: “En esto conocerán que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos por los otros” (13,35).
Discipulado y Misión (=Apostolado) se funden en este aspecto. Las relaciones cristificadas nos hacen más claramente seguidores del Maestro y al mismo tiempo nos constituyen en testigos de la eficacia de su amor por la humanidad. Así, como sucede con Jesús (ver 12,32), el amor de la comunidad atraerá a todos.
La comunidad de los discípulos permanecerá como una lámpara siempre radiante ante el mundo. El amor recíproco al interior de ella será el reflejo de la relación aún más estrecha que sostiene con Jesús. La vida de la Iglesia se convierte así en un anuncio vivo de la presencia del Resucitado en el mundo.
En fin…
La comunión viva de la Iglesia nos hace testigos pascuales. ¡Amar! ¡Amar! y más ¡Amar! a todos según la praxis de Jesús, es la clave. Como bien decía san Juan de la Cruz:
“Mi alma se ha empleado y todo mi caudal en su servicio:
ya no guardo ganado, ni ya tengo otro oficio,
que ya sólo amar es mi ejercicio”
(San Juan de la Cruz)
4. Releamos el Evangelio con un Padre de la Iglesia
“El Señor Jesús afirma que le da un nuevo mandamiento a sus discípulos, esto es, que se amen mutuamente. ¿Pero no existía ya este mandamiento en la antigua ley del Señor que prescribe: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’ (Levítico 19,18)? ¿Por qué razón el Señor llama nuevo a un mandamiento que parece ser tan antiguo? ¿Será que es nuevo porque nos despoja del hombre viejo para revestirnos del nuevo?
Sin duda. Hace nuevo a quien lo escucha o, mejor, a quien le obedece. Pero el amor que regenera no es el meramente humano, sino aquel que el Señor caracteriza y cualifica con las palabras: ‘Como yo os amé’ (Juan 13,34).
Este es el amor que nos renueva, para que nos hagamos hombres nuevos, herederos de la nueva alianza, cantores de un cántico nuevo.
Este amor, hermanos queridos, renovó a los antiguos justos, a los patriarcas y a los profetas y, de todo el género humano disperso por la tierra, forma un nuevo pueblo, cuerpo de la nueva Esposa del Unigénito Hijo de Dios, de la cual se habla en el Cantar de los cantares: ‘¿Quién es esta que se levanta resplandeciente de blancura?’ (ver Ct 8,5). Sin duda resplandeciente de candidez porque fue renovada. ¿Por qué sería sino por el mandamiento nuevo?”.
(San Agustín, Tratado sobre el evangelio de Juan 65,1s)
5. Cultivemos la semilla de la palabra en lo profundo del corazón
5.1. ¿Por qué a través de la muerte de Jesús se da su glorificación?
5.2. ¿En qué sentido el mandamiento de Jesús es nuevo?
5.3. ¿He hecho la experiencia del amor de Jesús y del amor de Dios?
5.4. ¿Mi forma de amar se inspira y tiene su fuerza en el amor de Jesús?
5.5. ¿De qué me tengo que despojar para amar como Jesús?
5.6. ¿En qué forma convierto mi cruz, aquella que tanto me pesa, en un medio para “visibilizar” lo más profundo del amor de Dios?
5.7. Jesús “amó hasta el extremo” a sus discípulos y les pidió hicieran lo mismo con los demás. ¿En mi vida, cuál es ese “extremo” con el cual amo a mis hermanos?
P. Fidel Oñoro, cjm
Centro Bíblico del CELAM