AUDIENCIA MARZO 17 2021
Biblioteca del Palacio Apostólico
Catequesis 26. La oración y la Trinidad. 2
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy completamos la catequesis sobre la oración como relación con la Santísima Trinidad, en particular con el Espíritu Santo.
El primer don de toda existencia cristiana es el Espíritu Santo. No es uno de los muchos dones, sino el Don fundamental. El Espíritu es el don que Jesús había prometido enviarnos. Sin el Espíritu no hay relación con Cristo y con el Padre. Porque el Espíritu abre nuestro corazón a la presencia de Dios y lo atrae a ese “torbellino” de amor que es el corazón mismo de Dios. Nosotros no somos solo huéspedes y peregrinos en el camino en esta tierra, somos también huéspedes y peregrinos en el misterio de la Trinidad. Somos como Abrahán, que un día, acogiendo en su tienda a tres viajeros, encontró a Dios.
Si podemos en verdad invocar a Dios llamándolo “Abbà – Papá”, es porque en nosotros habita el Espíritu Santo; es Él quien nos transforma en lo profundo y nos hace experimentar la alegría conmovedora de ser amados por Dios como verdaderos hijos. Todo el trabajo espiritual dentro de nosotros hacia Dios lo hace el Espíritu Santo, este don. Trabaja en nosotros para llevar adelante nuestra vida cristiana hacia el Padre, con Jesús.
El Catecismo, al respecto, dice: «Cada vez que en la oración nos dirigimos a Jesús, es el Espíritu Santo quien, con su gracia preveniente, nos atrae al camino de la oración.
Puesto que Él nos enseña a orar recordándonos a Cristo, ¿cómo no dirigirnos también a él orando? Por eso, la Iglesia nos invita a implorar todos los días al Espíritu Santo, especialmente al comenzar y al terminar cualquier acción importante» (n. 2670). Esta es la obra del Espíritu en nosotros. Él nos “recuerda” a Jesús y lo hace presente en nosotros —podemos decir que es nuestra memoria trinitaria, es la memoria de Dios en nosotros— y lo hace presente en Jesús, para que no se reduzca a un personaje del pasado: es decir, el Espíritu trae al presente a Jesús en nuestra conciencia. Si Cristo estuviera tan solo lejano en el tiempo, nosotros estaríamos solos y perdidos en el mundo.
Sí, recordaremos a Jesús, allí, lejano, pero es el Espíritu que lo trae hoy, ahora, en este momento en nuestro corazón.
Pero en el Espíritu todo es vivificado: a los cristianos de todo tiempo y lugar se les abre la posibilidad de encontrar a Cristo. Está abierta la posibilidad de encontrar a Cristo no solamente como un personaje histórico. No: Él atrae a Cristo en nuestros corazones, es el Espíritu quien nos hace encontrarnos con Cristo. Él no está distante, el Espíritu está con nosotros: Jesús todavía educa a sus discípulos transformando su corazón, como hizo con Pedro, con Pablo, con María Magdalena, con todos los apóstoles. ¿Pero por qué está presente Jesús? Porque es el Espíritu quien lo trae en nosotros.
Es la experiencia que han vivido muchos orantes: hombres y mujeres que el Espíritu Santo ha formado según la “medida” de Cristo, en la misericordia, en el servicio, en la oración, en la catequesis… Es una gracia poder encontrar personas así: nos damos cuenta que en ellos late una vida diferente, su mirada ve “más allá”. No pensemos solo en los monjes, los eremitas; se encuentran también entre la gente común, gente que ha tejido una larga vida de diálogo con Dios, a veces de lucha interior, que purifica la fe. Estos testigos humildes han buscado a Dios en el Evangelio, en la Eucaristía recibida y adorada, en el rostro del hermano en dificultad, y custodian su presencia como un fuego secreto.
La primera tarea de los cristianos es precisamente mantener vivo este fuego, que Jesús ha traído a la tierra (cf. Lc 12,49), ¿y cuál es este fuego? Es el amor, el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Sin el fuego del Espíritu las profecías se apagan, la tristeza suplanta la alegría, la costumbre sustituye al amor, el servicio se transforma en esclavitud. Viene a la mente la imagen de la lámpara encendida junto al tabernáculo, donde se conserva la Eucaristía. También cuando la iglesia se vacía y cae la noche, también cuando la iglesia está cerrada, esa lámpara permanece encendida, continúa ardiendo: no la ve nadie, pero arde ante el Señor.
Así es el Espíritu en nuestro corazón, está siempre presente como esa lámpara.
Encontramos también escrito en el Catecismo: «El Espíritu Santo, cuya unción impregna todo nuestro ser, es el Maestro interior de la oración cristiana. Es el artífice de la tradición viva de la oración. Ciertamente hay tantos caminos en la oración como orantes, pero es el mismo Espíritu el que actúa en todos y con todos. En la comunión en el Espíritu Santo la oración cristiana es oración en la Iglesia» (n. 2672).
Muchas veces sucede que nosotros no rezamos, no tenemos ganas de rezar o muchas veces rezamos como loros con la boca pero el corazón está lejos. Este es el momento de decir al Espíritu: “Ven, ven Espíritu Santo, calienta mi corazón. Ven y enséñame a rezar, enséñame a mirar al Padre, a mirar al Hijo. Enséñame cómo es el camino de la fe. Enséñame cómo amar y sobre todo enséñame a tener una actitud de esperanza”. Se trata de llamar al Espíritu continuamente para que esté presente en nuestras vidas.
Es por tanto el Espíritu quien escribe la historia de la Iglesia y del mundo. Nosotros somos páginas abiertas, disponibles a recibir su caligrafía. Y en cada uno de nosotros el Espíritu compone obras originales, porque no habrá nunca un cristiano completamente idéntico a otro.
En el campo infinito de la santidad, el único Dios, Trinidad de Amor, hace florecer la variedad de los testigos: todos iguales por dignidad, pero también únicos en la belleza que el Espíritu ha querido que se irradiase en cada uno de aquellos que la misericordia de Dios ha hecho sus hijos. No lo olvidemos, el Espíritu está presente, está presente en nosotros. Escuchemos al Espíritu, llamemos al Espíritu —es el don, el regalo que Dios nos ha hecho— y digámosle: “Espíritu Santo, yo no sé cómo es tu rostro – no lo conocemos – pero sé que tú eres la fuerza, que tú eres la luz, que tú eres capaz de hacerme ir adelante y de enseñarme cómo rezar. Ven Espíritu Santo”. Una bonita oración esta: “Ven, Espíritu Santo”.
Saludos
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. Pidamos al Señor que inflame con el fuego del Espíritu Santo nuestros corazones. Que nuestra vida sea como la lámpara encendida junto al sagrario, que se consuma en la alabanza a Dios y el servicio a los hermanos, siendo testigos alegres de su presencia en medio del mundo. Que el Señor los bendiga.
LLAMAMIENTOS
Durante esta semana me han preocupado las noticias que llegan desde Paraguay.
Por intercesión de Nuestra Señora de los Milagros de Caacupé, pido al Señor Jesús, Príncipe de la Paz, que se pueda encontrar un camino de diálogo sincero para hallar soluciones adecuadas a las actuales dificultades, y así construir juntos la paz tan añorada. Recordemos que la violencia siempre es autodestructiva. Con ella no se gana nada, sino que se pierde mucho y a veces todo.
Una vez más y con mucha tristeza siento la urgencia de evocar la dramática situación en Myanmar, donde muchas personas, sobre todo jóvenes, están perdiendo la vida para ofrecer esperanza a su país. También yo me arrodillo en las calles de Myanmar y digo: ¡que cese la violencia! También yo extiendo mis brazos y digo: ¡que prevalezca el diálogo! La sangre no resuelve nada. Prevalezca el diálogo.
Resumen leído por el Santo Padre en español
Queridos hermanos y hermanas:
En esta catequesis continuamos reflexionando sobre la oración como relación con la Santísima Trinidad, y en particular con el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es el don fundamental de la vida cristiana. Si podemos invocar a Dios llamándolo “Abbá”, es decir, “Papá” es porque el Espíritu Santo habita en nosotros. Sin Él no es posible relacionarnos con Cristo y con el Padre.
Así como Abrahán, que dando hospitalidad a tres viajeros, encontró a Dios, Trinidad de amor, también nosotros estamos llamados a abrirnos a su presencia y a acogerlo en nuestra vida. El Espíritu Santo nos transforma y nos hace experimentar la alegría de sabernos amados y habitados por Dios. Es la experiencia que vivieron los discípulos de Jesús, y que nos relata el Evangelio. Y es también la experiencia que vivieron tantos orantes, hombres y mujeres que el Espíritu Santo formó a la medida del Corazón de Cristo.
Pero no pensemos que los orantes son sólo los monjes o los eremitas. Cuántas personas comunes han encontrado a Dios en el Evangelio, en la Eucaristía, en los hermanos, y cada día dan testimonio humilde de misericordia, de servicio y de oración. Nuestra misión como cristianos es mantener vivo el fuego que Jesús trajo a la tierra, es decir, el amor de Dios. Sin este fuego del Espíritu la tristeza reemplaza a la alegría, el servicio se convierte en esclavitud y la rutina sustituye al amor.