CONGREGACIÓN DE MISIONEROS OBLATOS DE LOS CORAZONES SANTÍSIMOS DE JESÚS Y MARÍA
SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA – DOMINGO DE LA DIVINA MISERICORDIA
Hch 2,42-47, Salmo 117, 1Pedro 1,3-9; Jn20,19-31
En la octava de pascua de la resurrección del Señor, alegra la vida del creyente, la fiesta de la Divina Misericordia, bajo la clara comprensión de Dios expuesta por el Santo Padre el Papa Francisco, cuando dice que: “El nombre de Dios es misericordia”, esta convicción alegre, se convierte para nosotros hoy en un desafío, que será el núcleo de esta homilía, nos referimos a que la misericordia debería ser también nuestro nombre.
Situados en la primera lectura, observamos unas pistas de algunas prácticas que nos llevarían a convertirnos en hombres y mujeres misericordiosos, nos referimos a la lectura asidua de la Palabra, en donde más allá de una acción intelectual, se trata de una acción del Espíritu en el creyente, en donde éste aproximándose a la Palabra, calla para escuchar la Divina sonoridad del que le habla al corazón humano, invitándolo fundamentalmente a “ser misericordioso como el Padre celestial es misericordioso” (Lc 6,36), lo cual implica fundamentalmente entender dos asuntos:
1.- La justicia de Dios entendida como su perdón (Sal 51) y 2.- El deseo de Dios: “Yo quiero amor y no sacrificios” (Os 6,6).
Lo anterior implica dejarse interrogar por la Palabra que es el mismo Jesucristo, la misericordia del Padre, que nos mueve definitivamente a perdonar y a amar, a perdonar porque es lo propio del Padre y a Amar, porque es su mayor atributo, sin estas dos acciones, no podríamos llamarnos “sus hijos”.
Pero vayamos a una segunda práctica que nos convierte en rostros misericordiosos, se trata de la Divina Eucaristía, que en el tiempo de los apóstoles se la conocía como la fracción del pan – de la cual da cuenta la primera lectura – en ella se contempla el rostro de la misericordia de Dios, revelada en Jesucristo, quien con sus palabras, gestos y acciones, la concretiza hasta el punto de dar la vida por la humanidad entera, testimonio que lo atestigua la Escritura: “Llegado el tiempo, envió a su Hijo nacido de la Virgen María para revelarnos de manera definitiva su amor” (Gal 4,4-6).
Cruentamente nos reveló su amor en la cruz y ahora todos los días y en todos los altares del mundo, en el marco de la Eucaristía, incruentamente nos sigue diciendo que nos ama, nos sigue mostrando su misericordia, su justicia, su amor y compasión, mientras nos grita al corazón: “Dichosos los misericordiosos porque encontrarán misericordia”. (Mt 5,7).
Las dos prácticas anteriores están situadas en un escenario de tipo cultual, siendo necesario, ubicarnos allí en donde acontece la vida de las personas en la cotidianidad, con el fin de establecer prácticas más cercanas a las personas en donde de manera clara, la misericordia de Dios ha de proyectarse, nos referimos bajo la lógica de los Hechos de los Apóstoles 2,42 a tres situaciones:
“1.- Los creyentes vivían unidos, 2.- Compartían todo en común y 3.- Oraban los unos por los otros”.
Esto manifiesta tres acciones fundamentales de misericordia: Unidad, Solidaridad y Oración, que producen a la vez tres frutos de misericordia: Perdón, Ayuda y Compasión; lo anteriormente expuesto, se vuelve para nosotros un desafío apremiante, que corresponde a nuestra condición de hijos de Dios, desafío en el que definitivamente, nuestro nombre ha de ser misericordia, por lo que hacemos con nuestros hermanos, por las entrañas de misericordia con las que aceptamos a los demás, por nuestros gestos llenos de amor y desde luego por que en nuestra tarea de ser más humanos, nos mostramos más divinos ante un mundo deshumanizado por las guerras y el sinsentido del oído por parte de corazones arrogantes.
Ahora bien, ¿Cómo animarnos para hacer de nuestra vida toda, un caudal de misericordia? ¿Cómo bautizarnos con la misericordia del Padre, para que nuestro nombre como el de Jesús, sea también “misericordia”?, las posibles respuestas las podemos encontrar planteadas en la Palabra de Dios, que suscita en nosotros, el suficiente compromiso por mostrar no obstante nuestras faltas, la dulzura infinita de la misericordia de Dios.
Nos referimos por ejemplo a lo expuesto en el Salmo 117:
“Empujaban y empujaban para derribarme, pero el Señor me ayudó”, “El Señor es mi fuerza y mi energía, Él es mi salvación”, “La piedra que desecharon los arquitectos, es ahora la piedra angular”, “Él perdona todas tus culpas, y cura todas tus dolencias; rescata tu vida del sepulcro, te corona de gracia y de misericordia” (Sal103,3-4), “El Señor libera a los cautivos, abre los ojos de los ciegos y levanta al caído; el Señor protege a los extranjeros y sustenta al huérfano y a la viuda; el Señor ama a los justos y entorpece el camino de los malvados” ( Sal 146,7-9); y en la Primera Carta del Apóstol Pedro 1,3-9 leemos.
“Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que, en su gran misericordia, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva, para una herencia incorruptible, pura, imperecedera, que os está reservada en el cielo”; lo mencionado, nos lleva a considerar en serio las manifestaciones misericordiosas de Dios con nosotros y a contemplar al mismo tiempo, nuestras propias acciones de cara a los demás, algunas veces cargadas de juicios y condenas en contraposición diametral al actuar divino en favor nuestro: “No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados.
Dad y se os dará: una medida buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en el halda de vuestros vestidos. Porque seréis medidos con la medida que midáis” (Lc 6,37-38).
Ahora de manera breve y antes de introducirnos en el Santo Evangelio, miremos el actuar misericordioso del Señor Jesús: curó a los enfermos que le presentaban (Mt 14,14) y con pocos panes y peces calmó el hambre de grandes muchedumbres (Mt 15,37), cuando encontró a la viuda de Naim, que llevaba a su único hijo al sepulcro, sintió gran compasión por el inmenso dolor de la madre en lágrimas, y le devolvió a su hijo resucitándolo de la muerte (Lc 7,15).
Después de haber liberado el endemoniado de Gerasa, le confía esta misión: “Anuncia todo lo que el Señor te ha hecho y la misericordia que ha obrado contigo” (Mc 5, 19); y finalmente la profecía de Isaías (61,1-2) convertida en cumplimiento en la persona de Jesús: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor”.
Una palabra final sobre el evangelio en este segundo domingo de Pascua, en el anochecer de nuestra vida (no hablamos de una edad avanzada)
Oscurecida por todo lo contrario a la misericordia como sinónimo de humanidad, dejemos que el Señor irrumpa en nuestra existencia con el caudal de su paz, su gracia y su misericordia; que nuestro corazón se alegre por la presencia de aquél que es la misericordia misma, y que frente a nuestra sordera producto de nuestro orgullo que no nos permite ver al humano que hay en el otro, que el Señor Resucitado nos diga por tres veces “Paz a vosotros”, “Misericordia a Vosotros”, “Compasión a vosotros”, palabras éstas llenas de amor y ternura, que arranquen de nuestro corazón la confesión de Tomás “Señor mío y Dios mío”, lo cual significa, queremos llamarnos misericordia porque el nombre de Dios es misericordia y somos sus hijos.
Que la Madre del Cielo, la Madre del Resucitado que hizo de su vientre el Santuario de la Misericordia Divina, nos ayude a tener entrañas de misericordia y compasión con nuestros hermanos.
P. Ernesto León D. o.cc.ss
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