CONGREGACIÓN DE MISIONEROS OBLATOS DE LOS CC.SS DE JESÚS Y MARÍA
HOMILÍA AGOSTO 9 DE 2020 – DOMINGO XIX DEL TIEMPO ORDINARIO – CICLO A.
1Re 19,9ª. 11-13ª; Salmo 84; Rm 9,1-5; Mt 14,22-33
Inmersos en un mundo arrodillado ante el activismo, la inmediatez, la eficiencia y la eficacia; el Señor nos propone a partir del primer libro de Reyes la necesidad de buscar el silencio y la calma para nuestro encuentro personal con Él; todos nosotros sin lugar a dudas llevamos sobre nuestros hombros tareas, encargos, responsabilidades y retos por cumplir; y en medio de la espesura de nuestro vivir cotidiano tenemos poco tiempo para nosotros y también para Dios; conscientes de esta realidad intentemos encontrarnos con nosotros mismos y con el Señor de acuerdo con la invitación de la Sagrada Escritura cuando dice: “cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”. (Mt 6,6).
Lo anterior equivale a decir, a Dios no lo encuentras en el huracán de tus preocupaciones, sino en la brisa suave de la serenidad
A Dios no lo encuentras en el viento impetuoso de tus ideales sin cumplir, sino en el soplo suave de la esperanza; es difícil encontrar a Dios en el enfurecido terremoto, sino en el hálito pacífico de quien lo ama; no puedes encontrar a Dios en el fuego arrebatado de tu terquedad, sino en la pasión de aquel que espera en su Señor.
Elías en la primera lectura marcha hacia el Horeb intentando alejarse de su pueblo que había pecado y que había matado a los profetas; y lo hace con el fin de estar con Dios y aunque lo buscó equivocadamente en algunos fenómenos de la naturaleza, al fin lo encontró en el silencio de su alma, en el susurro del viento y en la serenidad de su espíritu; esta imagen nos debe llevar a pensar en el llamado que Jesús les hizo a sus discípulos cuando les dijo que ESTUVIERAN CON ÉL.
Y aunque también les encomendó la misión de perdonar pecados, de predicar el evangelio, sanar a los enfermos, expulsar demonios y bautizar; fundamentalmente los llamó para que ESTUVIERAN CON ÉL
A nosotros nos corresponde hoy estar con Él, buscarlo a Él en medio de todas nuestras ocupaciones y trabajos de cada día; es para nosotros un imperativo buscarlo a Él porque en Él descansa nuestra alma, en Él sosiega nuestro espíritu y en Él nuestro corazón rejuvenece.
Así pues, en medio de las luchas cotidianas, en medio de la presión por dar resultados, en medio de nuestro deseo por mostrarnos eficientes, no olvidemos buscar a Jesús para estar con Él, para descansar en su presencia, para hablar con Él, para contarle nuestra penas y fatigas; para llenarnos de su amor y su ternura.
Estar con Jesús siguiendo la orientación del evangelio, nos convierte en hombres y mujeres de fe, en hombres y mujeres de esperanza, no temerosos sino valientes; no débiles sino fuertes, no a punto de naufragar como Pedro por nuestra poca fe, sino seguros de lo que somos y hacemos porque Jesús navega con nosotros en el mar de nuestra historia personal; pero como es obvio nos hemos de preparar también para enfrentar el fracaso, la desilusión, la catástrofe y la muerte y en medio de estas circunstancias escuchar la voz potente del Salvador como lo hicieron sus discípulos en el mar enfurecido de Galilea: ANIMO, SOY YO, NO TENGÁIS MIEDO.
Esta expresión animó el corazón débil de los temblorosos navegantes
Templó su espíritu, fortaleció sus huesos, alegró su alma, tanto así que al unísono fueron capaces de afirmar con la fortaleza de aquel que ama sin medida: realmente eres el Hijo de Dios.
Lo anterior nos lleva a concluir que sólo en Jesucristo somos, nos movemos y existimos, sólo en Jesucristo descansa nuestra alma, sólo con su concurso nuestra fe se hace grande; sólo con su presencia en la barca de nuestra vida, somos capaces de vencer las furibundas aguas de nuestras dificultades, las frenéticas olas de nuestras tribulaciones, los irascibles embates de nuestros dolores y los vientos fuertes de un mundo sin fe, que duda como Pedro, pero que algún día le tendrá que decir al Señor cara a cara y sin temor: TE AMO, TE AMO, TE AMO. (Jn 21,15-17).
Hermanos y hermanas permitamos que Jesús se suba a la barca de nuestra existencia y que en medio del colérico mar de nuestros tormentos cotidianos podamos escuchar una y otra vez bajo el regazo dulce del Corazón Inmaculado de María, la voz de su Hijo amado: “ÁNIMO SOY YO, NO TENGÁIS MIEDO”.
P. Ernesto León D. o.cc.ss
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