4. CUARTA PALABRA: ¡DIOS MÍO, DIOS MÍO! ¿POR QUÉ ME HAS DESAMPARADO? (MATEO 27:47).
LA PALABRA PATÉTICA
Esta es la más misteriosa de las siete palabras, y podríamos decir, de todas las que Cristo pronunció en el curso de su ministerio. ¿No es Jesús mismo Dios? ¿No dijo El mi Padre y yo una cosa somos; y a Felipe: El que me ha visto ha visto al Padre? ¿Cómo puede expresarse en tales términos el que, como dice Pablo, es Dios bendito por todos los siglos?
El mismo apóstol Pablo nos aclara el misterio en Filipenses 2: «Aquel que no tuvo por usurpación ser igual a Dios se anonadó a sí mismo.» La palabra griega kenoseiv significa «se vació»; vino a ser temporalmente siervo el que era Señor de todo. Sus milagros los realizaba orando a Dios como nosotros…. Obró como Dios, el Cristo-hombre, por la íntima comunión en que vivió siempre con el Padre celestial. «La voluntad de mi Padre hago siempre», dijo. Ello llenó, por su suprema consagración y obediencia, el misterio de su «kenosis» por amor de nosotros. Podríamos decir que no sintió tanto su anonadamiento por la íntima relación que vivió con Dios; por esto, cuando sus discípulos dormían, El oraba, consultaba con el Padre celestial y se henchía de poder.
Pero este privilegio no era posible cuando se hallaba en la cruz, cargado con nuestro pecado como sustituto nuestro…. Dios no puede consentir con el pecado.
La presencia divina le abandonó.
Y para que nosotros pudiésemos enterarnos de esta tragedia espiritual (como nos hacemos cargo de su dolor físico) es que abrió su boca exclamando: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?»
Los mártires que han sufrido por su Señor tormentos y muertes horribles, no han experimentado semejante dolor moral; al contrario, han estado en mayor comunión y felicidad. Podríamos citar centenares de ejemplos (Véanse en el libro: «El Cristianismo Evangélico a través de los Siglos», del propio autor, y en otras obras históricas). pero Cristo no era un mártir, sino nuestro Redentor; llevaba todo el peso de nuestro pecado, y el Padre celestial no podía tratarle sino como pecador.
La exclamación no era una queja, ni una duda, pero era una situación interna que no la conoceríamos si no la hubiese expresado.
Es una pregunta al Padre, de la cual no espera contestación del mismo Padre. ¿De quién la espera, pues? De mí y de ti. El quiere que nosotros reconozcamos lo inmenso de su sacrificio y le digamos: ¿Por qué te ha abandonado el Padre? Por mí, Señor; Tú lo sabes, pues Tú sabes todas las cosas, pero quieres que yo lo reconozca, que yo lo sienta, que lo agradezca…. Pues, sí, Señor, lo reconozco: fue por mí. Tú fuiste desamparado temporalmente, para que yo pudiera ser amado definitivamente y para siempre.
Tú nos viste desamparados; y viniste a ampararnos; aunque ello te costara el dolor y el desamparo temporal del Padre. ¡Ampárame, pues, Señor, aplícame los medios de tu sacrificio; hazme un hijo de Dios de tal modo y de tal carácter que esa dulce comunión que tuviste con el Padre todos los días de tu existencia terrenal yo la pueda tener también! Que yo pueda vivir bajo el amparo de Dios a causa de tu desamparo sufrido por mí.
Amén.
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