Segundo de Pascua
UNA HERMOSA PEDAGOGÍA DE LA FE PASCUAL:
El itinerario de la fe pascual
Juan 20, 19 –31
Este octavo día de celebración de la Resurrección se une al domingo anterior para seguir proclamando que Cristo ha vencido la muerte y ha recobrado la vida que le había sido arrebatada por sus enemigos.
Durante una semana de nueva creación hemos revivido una serie de encuentros con el Verbo de Dios, el hombre perfecto resucitado de entre los muertos, quien es el centro del género humano, la alegría de cada corazón y la plenitud de sus aspiraciones, como nos enseña el Concilio Vaticano II (GS 45).
Para culminar esta serie de encuentros, el evangelio de este domingo nos presenta un itinerario de fe pascual bien elaborado.
Tomemos contacto inmediatamente con las tres partes del evangelio para que captemos su enfoque:
• En la primera parte, en Jn 20,19-23, Jesús resucitado se le aparece por primera vez a la comunidad reunida en el cenáculo y les hace vivir la experiencia pascual. Esta primera parte responde a la pregunta: ¿Qué dones trae para mí el Resucitado?
• En la segunda parte, en Jn 20,24-29, Jesús resucitado se aparece a la comunidad “ocho días después”, esta vez estando presente Tomás, quien pone en duda la veracidad de la resurrección de Jesús. El mismo Jesús lo conduce a la fe pascual. Surge entonces la pregunta: ¿Cómo pueden llegar a creer en Jesús las personas que no han visto directamente a Jesús resucitado como lo vieron los apóstoles?
• El texto termina con una anotación conclusiva del evangelista Juan, en Jn 30-31. En estos dos versículos el cuarto evangelio se presenta todo él como un camino de fe pascual. Al condensar en sus pasos fundamentales el camino vivido y proyectarlo como modelo hacia el futuro, se plantea la pregunta: ¿Qué pretende suscitar la proclamación del Evangelio, en cuanto anuncio de los signos del Resucitado para las personas y comunidades de todos los tiempos?
1. Primera parte: Primer encuentro con la comunidad reunida (20,19-23)
Ese mismo día –el primero de la semana- por la mañana, María Magdalena les había comunicado que “Hemos visto al Señor” (20,18). Ahora, al atardecer (20,19ª), es el mismo Jesús quien viene donde los discípulos y ellos lo ven.
Jesús los encuentra con la puerta cerrada. Todavía están en el sepulcro del miedo y no están participando de su nueva vida (20,19b).
Notemos lo que va sucediendo en la medida en que Jesús se manifiesta en medio de la comunidad:
1.1. Primer momento: los discípulos experimentan la presencia del Señor (20,19c-21)
Detengámonos en las frases y procuremos sentir la fuerza de sus afirmaciones:
(1) Jesús se pone en medio: “Se presentó en medio de ellos” (20,19c).
Lo primero que hace Jesús es mostrarles que lo tienen a él, vivo, en medio de ellos, y su presencia los llena de paz y alegría.
En un mundo que les infunde miedo, ellos tienen en medio al vencedor del mundo. Recordemos que la última palabra de su enseñanza cuando se despidió de ellos fue: “Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación, pero ¡ánimo!, yo he vencido al mundo” (16,33).
(2) Jesús les da la paz: “Y les dijo: La paz con vosotros” (20,19d)
El don primero y fundamental del Resucitado es la paz. Tres veces en este pasaje del evangelio se repite el saludo: “Paz a vosotros” (20,19.21.26).
Jesús les había prometido esa paz que el mundo no puede dar (ver 14,27). Ahora, en el tiempo pascual, cumple su palabra porque está en el Padre y porque ha vencido al mundo (16,33).
Esta victoria de Jesús es el fundamento de la paz que él ofrece. Y, si bien Jesús no pretende eximir a sus discípulos de las aflicciones del mundo (ver 16,33), ciertamente su intención es darles seguridad, serenidad y confianza en medio de ellas.
(3) Jesús les muestra las llagas de sus manos: “Dicho esto, les mostró las manos…” (20,20ª)
El Resucitado no sólo habla de paz, sino que se legitima delante de sus discípulos, dándole un fundamento sólido a su palabra. Para ello les muestra sus llagas. Los discípulos aprenden entonces que el que está vivo delante de ellos es el mismo Jesús que murió en la Cruz: el Resucitado es el Crucificado.
Mostrar las llagas tiene un doble significado: (1) es una expresión de su victoria sobre la muerte; es como si nos dijera: “Mira he vencido”. (2) Es un signo de su inmenso amor, un amor que no retrocedió a la hora de dar la vida por los amigos; y es como si nos dijera: “Mira cuánto te he amado, hasta dónde he ido por ti”.
El Resucitado estará siempre lleno de esta victoria y de este amor de la Cruz. En otras palabras, en el Resucitado permanece para siempre el increíble amor del Crucificado.
(4) Jesús les muestra la herida del pecho: “…y el costado” (20,20b)
Jesús le muestra a su comunidad las llagas de los clavos y también su pecho traspasado por la lanza. De esa herida había fluido sangre y agua cuando estuvo en la Cruz. Por lo tanto el gesto nos remite a lo que observó el Discípulo Amado cuando estuvo al pie de la Cruz: “Uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua” (19,34).
La herida del costado de Jesús permanece para siempre en el cuerpo del Resucitado como una prueba de que él es la fuente de la vida (ver 7,38-39), esa vida nos hace nacer de nuevo en el Espíritu Santo.
(5) Los discípulos, finalmente, reaccionan con una inmensa alegría: “Los discípulos se alegraron de ver al Señor” (20,20c)
La alegría pascual había sido una promesa de Jesús antes de su muerte: “Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo… Vosotros estáis tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar” (16,20.22).
Ahora, cuando los discípulos “ven” a Jesús, la promesa se convierte en realidad. Jesús resucitado es el fundamento indestructible de la paz y la fuente inagotable de la alegría.
En fin, el Resucitado viene y se deja ver. Contemplar al Resucitado es experimentar el amor sin límites ni medida del Crucificado, participar de su victoria sobre la muerte y recibir plenamente el don de su vida. Entre más comprendan esto los discípulos, mucho más se llenarán de paz y de alegría. Jesús Resucitado es el fundamento de la paz y la fuente de la alegría.
1.2. Segundo momento: Jesús envía al mundo a la comunidad compartiéndole su misión, su vida y su autoridad (20,22-23)
La experiencia del Resucitado que lleva a la comunidad a hacer propia la victoria de Jesús sobre la Cruz, tiene enseguida consecuencias: ella es enviada con la misma misión, vida y autoridad de Jesús resucitado.
De esta manera Jesús les abre las puertas a los discípulos encerrados por el miedo y los lanza al mundo con una nueva identidad y como portadores de sus dones. Veamos:
(1) Los discípulos reciben la misma misión de Jesús: “Como el Padre me envió, también yo os envío” (20,21)
Jesús les da la paz a sus discípulos por segunda vez y conecta este don con la misión que les confía. Quien participa de la misión de Jesús, también participa de su destino de Cruz, por eso los misioneros pascuales deben estar arraigados en la paz de Jesús.
Jesús envía a sus discípulos al mundo con plena autoridad (“Yo os envío”), así como el Padre lo envió a Él (ver también 17,18). En la pascua se participa de la vida del Verbo encarnado y una forma concreta de participar de su vida es continuar su misión en el mundo. Como se ve enseguida, el Espíritu Santo es también el principio creador de la misión.
(2) Los discípulos reciben la misma vida de Jesús: “Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo’” (20,22ª)
Para que la misión sea posible, los discípulos deben estar revestidos del Espíritu Santo. Cuando Jesús sopla el Espíritu Santo sobre ellos los hace “hombres nuevos”. El mismo Jesús de cuyo costado herido por la lanza brotó el agua que es símbolo del Espíritu Santo (ver 7,39), él mismo –como en el día de la creación- infunde en los discípulos el “Ruah”, esto es, el “Soplo vital” de Dios.
Jesús les da una vida nueva que no pasará nunca, su misma vida de resucitado, esa vida que tiene en común con el Padre.
(3) Los discípulos reciben la misma autoridad de Jesús: “A quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados…” (20,23)
Finalmente el Resucitado envía a los discípulos con plena autoridad para perdonar pecados. El perdón de los pecados es acción del Espíritu, porque ser perdonado es dejarse crear por Dios. Es así como en la Pascua se realizan plenamente las palabras que Juan Bautista dijo acerca de Jesús: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (1,29). Quien acoge a Jesús resucitado, experimenta su salvación, sus pecados son perdonados y entra en la comunión con Dios.
Los discípulos, testigos de la salvación pascual, prosiguen esta obra de Jesús en la obra de la evangelización. De ahí que toda acción evangelizadora debe llevar a una verdadera transformación de la persona, mediante la superación de sus contradicciones internas y la apertura a una vida nueva de comunión con Dios y con los hermanos.
Los discípulos pueden ser rechazados en la misión. En realidad, el rechazo del evangelizador no es un rechazo de él sino de Jesús que fue quien lo envió (ver 20,21b). Y el rechazo de Jesús es el rechazo de su obra pascual, el negarse una vida en paz y alegría, porque el pecado es conflicto interno y tristeza continua. Por eso, cuando hay “obstinación” ante el mensaje pascual de los discípulos, ellos pueden “retener los pecados”, que en realidad es “retener el perdón”. Esta frase, que suena dura, en realidad no se refiere a una condenación, sino a un renovado llamado a la conversión. Según el evangelio, “retener” es poner en “cuarentena” e inducir una pedagogía del perdón.
La comunidad de los seguidores de Jesús queda consagrada para la misión. Por eso la Iglesia es por su naturaleza propia: misionera. Todo discípulo debe llevar por todo el mundo la Palabra de Jesús y su persona divina, para hacerlo conocer y acoger por todos.
2. Segunda parte: el drama del nacimiento de la fe en el corazón del incrédulo Tomás (20,24-29)
La segunda parte del evangelio de este domingo nos presenta la pedagogía de la fe pascual para todos aquellos cuyo “creer” tiene como punto de partida la “predicación-testimonio” de la Iglesia.
El apóstol Tomás, ausente en el primer encuentro con el Resucitado, rechaza el testimonio de los otros discípulos (“Hemos visto al Señor”, 20,24), no confía en ellos, porque los considera víctimas de una alucinación colectiva. Él exige ver a Jesús personalmente para constatar que se trata del mismo Jesús que conoció terrenalmente, con las cicatrices de los clavos y la herida de lanza (ver 20,24-25).
Y el Señor acepta el desafío de Tomás. Jesús no rechaza su solicitud sino que, contrariamente a lo que se podría esperar, le concede lo pedido. Pero si bien mediante el contacto con sus llagas lo conduce a la fe, una fe nunca antes vista, Jesús recalca que la verdadera fe que merece bienaventuranza es de los que creen sin haber visto, es decir, la fe que no depende de las condiciones puestas por este apóstol. Veamos el itinerario.
De nuevo es el primer día de la semana. Los discípulos están reunidos, como lo hicieron ocho días antes, y Tomás ahora está entre ellos (20,26ª). Entonces, Jesús irrumpe en medio de la comunidad como lo hizo también en la primera aparición: les desea la paz (20,26b).
Y comienza la pedagogía de la fe con Tomás:
(1) Por propia iniciativa se va hasta donde está Tomás
Se le pone al frente y habla con él. Jesús retoma las mismas palabras que Tomás dijo cuando se cerró ante el testimonio de los discípulos, cuando no conseguía ver el camino hacia la fe, la paz y la alegría pascual. El gesto de Jesús hace salir a Tomás de su aislamiento, de manera que junto con él, toda la comunidad sea una en el gozo pascual. Jesús no quiere que nadie quede excluido de la paz y del gozo pascual.
(2) Jesús le muestra las marcas de su muerte y de su amor (20,27)
Es decir, le hace sentir que lo ama y que al dar la vida por él, Jesús es la fuente de su salvación. Al mostrarle las llagas responde plenamente a la pregunta que Tomás le hizo en el ambiente de la última cena: esas llagas son el camino de la resurrección, la verdad de un Dios que lo ama y lo Salva, y la fuente de la vida nueva.
(3) Tomás reacciona con una altísima confesión de fe, como ninguno antes que él: “¡Señor mío y Dios mío!” (20,28).
Tomás se demoró más que todos los demás para llegar a la fe, pero cuando llegó los sobrepasó a todos.
Cuando dice “Mi Señor”, Tomás está reconociendo que con su resurrección Jesús ha mostrado que es verdadero Dios, ya que “Señor” es la forma como la Biblia griega lee el nombre de “Yahveh”. Por tanto Jesús es Dios así como Dios Padre: con la resurrección Él ha entrado en la posesión de la gloria divina, la gloria que tenía en el Padre antes de la creación del mundo (ver 17,5.24). Cuando dice “Mío”, Tomás se somete a su voluntad y se abre a la acción de su mano poderosa.
Esta relación con Jesús, basada en su Señorío, tiene validez porque Jesús es Dios. Por eso lo acepta como “¡Mi Dios!”. Tomás reconoce a Jesús como el mismo Dios en persona que se acerca a cada hombre en su realidad histórica para salvarlo dándole vida en abundancia. Para Tomás, todo lo que Jesús obra como Señor, en realidad es lo que Dios obra.
En el corazón del discípulo incrédulo se enciende entonces la llama de una fe profunda que supera la de los demás. Tomás comprende que al resucitar de entre los muertos, el Maestro ha demostrado de forma clara y convincente que Él es el Señor Dios, como Yahvéh, soberano de la vida y de la muerte.
Pero las cosas no terminan aquí. Es verdad que la fe de Tomás es auténtica y sincera, pero ella tuvo necesidad de la prueba concreta: ver con los propios ojos y tocar con las propias manos al Resucitado. Cuando llega a este punto, el evangelista plantea el problema de cómo llegarán a la fe los que no han podido ver al Señor Jesús: ¿éstos podrán creer? La respuesta es: ¡Claro que sí! No sólo será posible su fe, sino que ésta será superior y más meritoria que la de los primeros discípulos.
Es por eso que al final el diálogo de Jesús con Tomás nos involucra también a nosotros. De repente, vemos cómo Jesús da media vuelta y nos hace un guiño de ojo a nosotros los lectores de este evangelio hoy diciendo: “Dichosos los que no han visto y han creído” (20,29). Jesús mira y felicita con una bienaventuranza a todos los que creerán en el futuro.
El camino de Tomás no se repetirá de nuevo, lo que queda vigente para nosotros es el testimonio apostólico que con la fuerza del Espíritu Santo proclama: “Hemos visto al Señor”.
3. Conclusión: el evangelio como signo permanente que invita a la fe pascual (20,30-31)
Veamos finalmente la conclusión. La voz pasa de Jesús a la del evangelista Juan quien dialoga directamente con nosotros.
Si leemos estos versículos en conexión con Jn 20,29, notaremos enseguida la continuidad. Jesús pronunció la bienaventuranza del “creer”, pero no dejó claro con base en qué se daría este “creer”. Ahora Juan nos dice que el “creer” está basado en el “testimonio pascual”, y dicho testimonio llega a nosotros por medio del evangelio escrito y por la predicación de la Iglesia que le da viva voz y la actualiza.
Los signos “escritos” (20,30-31) hacen referencia al itinerario de la fe propio del evangelio de Juan: sus siete signos reveladores transversales, las tres pascuas de Jesús y sobre todo el relato de la Pasión-gloriosa del Maestro. Juan no considera inútiles los signos que Jesús obró, con relación a la fe ellos puede favorecer el nacimiento y la profundización de su fe.
Por esta razón termina diciendo que redactó su evangelio precisamente con este fin: que los lectores de su libro crean que Jesús es el Mesías y el Hijo de Dios (20,30-31). La fe en el mesianismo divino de Jesús se alimenta de la meditación de los signos realizados por el Señor, entre los cuales el más estrepitoso consiste en su resurrección de entre los muertos al tercer día (ver Jn 2,18ss), precisamente allí donde nos comunicó su misma vida.
El evangelio está diseñado para enseñarnos a leer los signos del Resucitado en la historia y nos conduce por itinerarios de fe que desembocan en la rica experiencia de la vida nueva de Cristo Resucitado, y en esa vida nueva nos sumergimos en la amorosa comunión, profunda y total con Dios, fuente, origen y meta de nuestra existencia.
4. Releamos el Evangelio con los Padres de la Iglesia
4.1. San Gregorio Magno: Incorruptible, pero palpable
“Debemos considerar a la luz de toda la obra del Redentor, aquellas acciones que por sí mismas no se pueden comprender, a fin de que los maravillosos hechos de su vida nos den argumentos de fe en orden a aquello que nos parece más sorprendente.
De hecho, el cuerpo del Señor, que entró en el cenáculo estando las puertas cerradas era el mismo que en el momento de su nacimiento salió a los ojos de los hombres del vientre intacto de la Virgen. ¿Por qué, entonces, nos habríamos de admirar que después de la resurrección, Él, vencedor para siempre, entre (donde están los discípulos) con las puertas cerradas, si Él, cuando vino para morir, salió intacto del vientre de la Virgen?
Pero porque la fe de aquellos que contemplaban su cuerpo estaban dudando, les mostró las manos y el costado, e hizo tocar aquella carne que pasó a través de las puertas cerradas.
De modo maravilloso e incomparable, nuestro Redentor mostró después de la resurrección su cuerpo incorruptible pero palpable, para que la incorruptibilidad convidara a conquistar el premio, y la posibilidad de tocarlo fuera una confirmación de la fe. Se mostró incorruptible y palpable también para demostrar que su cuerpo después de la resurrección tenía la misma naturaleza, pero una diversa gloria”.
(Homilía 26,1)
4.2. San Agustín: Toquemos a Cristo
“¿Por qué razón se le permite a Tomás que toque el cuerpo del Señor, mientras que a María se le dice: ‘¿No me toques?’. En el mismo lugar se dice el motivo: ‘Todavía no he subido al Padre’ (Juan 20,17). ¿Cómo así? ¿Estás aquí en la tierra y me prohíbes tocarte? ¿Quién te tocará cuando subas? ¿Estando en la tierra rechazas la mano que está cerca? (…).
‘No me toques’. ¿Por qué? ‘Porque todavía no he subido a mi Padre’: toca al que sube al Padre.
¿Qué quiere decir: ‘toca al que sube al Padre’? Toca a Aquel que es igual al Padre, toca a Dios, esto es, cree en Dios. Lo que ves es fácil… no es gran cosa ver la carne… Por eso, ‘no me toques’, esto es, no te contentes con eso, no se detenga ahí tu mirar, no se acaba ahí tu fe.
Toquemos a Cristo, toquemos. Creer es tocar. No quieras extender la mano apenas hacia el hombre, di lo que Pedro dijo: ‘Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo’.
Que Cristo no sea para ti apenas un hombre… Insisto en que no prescindas de Cristo hombre, pero no te quedes con eso: no llega a la posada quien quiere quedarse en el camino. Levántate y camina: Cristo hombre es tu camino, Cristo-Dios es tu patria”
(Sermón 375C, 4.5)
5. Para cultivar la semilla de la Palabra en el corazón:
1. Quien cree realmente en el Señor resucitado, no puede vivir dominado por un estado de tristeza permanente, de miedo y de angustia, porque el sol fulgurante de la pascua aclara todo su cielo y le da confianza, paz y gozo. ¿Cuánto ha crecido en estos ocho días mi fe, mi paz y mi alegría? ¿He tomado en serio los itinerarios pascuales?
2. ¿Qué consecuencias tuvo para la comunidad reunida en Jerusalén la primera aparición del Resucitado? ¿Cómo se vivencia hoy?
3. ¿Qué pasos dieron los apóstoles y Tomás para llegar al reconocimiento de Jesús resucitado en medio de ellos?
4. Cuando en oración repito la confesión de fe de Tomás, “Señor mío y Dios mío”, ¿qué estoy queriendo decir? ¿Qué consecuencias tiene para mi estilo de vida?
5. ¿Qué pistas nos sigue dando el Resucitado hoy para que lo reconozcamos?
P. Fidel Oñoro, cjm
Centro Bíblico del CELAM