PISTAS PARA LA LECTIO DIVINA DEL EVANGELIO
Segundo Domingo de Adviento (A)
Mateo 3, 1-12
JUAN BAUTISTA EN EL DESIERTO:
La Voz del Profeta de los Nuevos Tiempos
Juan Bautista es una de las grandes figuras del Adviento porque con su presencia y su predicación se anuncia la llegada de los nuevos tiempos del Mesías. Este domingo y el próximo, él ocupará nuestra atención y junto con él contemplaremos a Jesús.
A Juan lo encontramos en una escena de apertura estratégicamente colocada en el evangelio de Mateo. El gran ministerio salvífico de Jesús está precedido por el penitencial de Juan Bautista. Todo lo que Juan hace es de gran valor, sin embargo está sometido finalmente a la obra superior del Mesías Jesús.
El pasaje de Mateo 3,1-12 nos describe con diversos acentos el perfil del gran e impávido predicador que anuncia en el desierto un cambio de vida que capacita a las personas para superar el juicio de Dios, la inminente cólera divina, que es la confrontación final que aguarda a todo hombre. Con todo, en medio de la dura predicación, se vislumbra una esperanza de vida y salvación, que es lo que en última instancia el evangelio quiere llevarnos a contemplar y vivir. Toda la serie de elementos que a continuación se va a describir apuntan al hecho central de “lo nuevo” que viene con Jesús.
Notemos que el relato que tenemos hoy ante nuestros ojos fluye de manera organizada y didáctica, como es característico del evangelista Mateo, partiendo de un resumen inicial que nos dice de dónde y en donde aparece Juan (primera parte), ampliando luego con una descripción narrativa su vida (segunda parte) y, finalmente, presentándonos una pieza de su predicación (tercera parte).
Abordemos entonces el texto del ministerio profético de Juan Bautista deteniéndonos en sus tres partes:
(1) La entrada en escena del Profeta del Desierto (3,1-3)
(2) La vida de profeta y el ministerio bautismal de Juan (3,4-6)
(3) La predicación del juicio inminente y la llegada del Mesías (3,7-12)
1. La entrada en escena del Profeta del Desierto (3,1-3)
“1 Por aquellos días comparece Juan el Bautista, proclamando en el desierto de Judea:
2 ‘Convertíos porque ha llegado el Reino de los Cielos’
3 Éste es aquél de quien habla el profeta Isaías cuando dice: ‘Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas’”.
En el momento en que va a comenzar la predicación tan esperada de Jesús, aparece primero una personalidad nueva y desconocida. San Mateo lo introduce en escena diciendo: “Comparece Juan…” (3,1a). Su venida no es fortuita, de hecho su entrada es el punto de referencia que coincide con el comienzo de una nueva época para la historia (“por aquellos días”; 3,1a; este lenguaje es conocido en los profetas: Jeremías 38,29; Zacarías 8,23). Esta manera de entrar, con estos primeros términos precisos ya nos dicen que comenzó el tiempo final: como se dirá al final, es el tiempo del Mesías.
Lo que caracteriza a Juan es la predicación (“comparece… proclamando”), su tarea es hacer una proclamación pública, personal y de viva voz. En cuanto “predicador” Juan viene para despertar las conciencias, para abrir los ojos ante la obra que Dios está haciendo y conseguir que esta obra sea adecuadamente recibida por corazones bien dispuestos.
Cuando seguimos leyendo las páginas sucesivas del evangelio de Mateo nos damos cuenta que Juan es el primero de una serie de predicadores, de hecho Jesús y sus discípulos serán descritos en términos similares (ver 4,17.23; 9,35; 10,7.27; 11,1 y otros).
Pero a diferencia de los que vendrán, lo específico de Juan es –valgámonos de la misma metáfora del evangelio- preparar el terreno para el sembrado del Reino. La semilla de Jesús y su comunidad vendrá enseguida.
Detengámonos en tres notas distintivas del oficio heráldico de Juan.
1.1. Un predicador en el “Desierto” (3,1b)
“Proclamando en el desierto de Judea”
Teatro de las operaciones de Juan es el “desierto de Judea”. No es en Jerusalén ni en el Templo donde se escucha la voz poderosa de Juan sino en lugar prácticamente deshabitado.
El “desierto de Judea” (en los tiempos del evangelio: parte de la provincia romana de Judea) es una extensión amplia de terreno, que desciende vertiginosamente desde el costado oriental de Jerusalén hasta las cercanías del profundo valle del Jordán, descansando en la ribera occidental del Mar Muerto. Desde allí se extiende hacia el norte y hacia el sur, también con accidentada geografía, siempre pedregoso en sus montículos y con numerosos acantilados hondos en las monumentales rocas. Su erosionado suelo provoca un paisaje de apariencia grisácea, dando sensación de desolación.
Este desierto había sido refugio ideal en tiempos de guerra (como cuando David huye de la persecución de Saúl, 1 Samuel 22-24; donde se atribuye el Salmo 63: “como tierra reseca, agostada, sin agua”). Pero, ¿Por qué Juan predica allí, donde no hay casi nadie? ¿Por qué allí si lo que predica es un encuentro con Dios y no una fuga?
El desierto es el lugar de la “escucha” donde se atienden, lejanas de toda distracción, las directivas de Dios. Para Israel con frecuencia fue un punto de referencia que apuntaba a sus orígenes (en la creación, en la alianza) y por eso, al tenor de la profecía de Oseas, el espacio geográfico-espiritual al cual se regresa para retomar el proyecto con la fuerza del amor primero (ver Os 2,16).
Aunque para Mateo el término tiene frecuentemente el matiz de “desolación” (ver 11,7; 12,25; 14,13.15; 23,38; 24,15), el “desierto” como referente bíblico-histórico parece ser esencial (así 3,3 y 4,1). Pero aún la misma mentalidad popular, que esperaba una salvación proveniente del desierto (ver 24,26), necesitaba ser aclarada desde una clave bíblica de lectura.
El mismo Mateo da la clave. Como lo indica la cita de Isaías (40,3), hay una nota de esperanza que percibe, en la flamante peregrinación del Pueblo que retorna del exilio, la acción poderosa de Dios que realiza el éxodo y al mismo tiempo el pueblo regresa purificado –habiendo aprendido las lecciones de la historia- y dispuesto a construir una sociedad nueva. Esta clave de un nuevo éxodo también es subrayada en la experiencia de Jesús en el desierto (ver 4,1).
Juan moviliza al pueblo para un camino pascual que hay que recorrer. Su guía será uno superior a Moisés: el Mesías Jesús.
1.2. Un predicador del cambio (3,2)
“Convertíos porque ha llegado el Reino de los Cielos”
El espacio insólito de la predicación aparece unido al anuncio de los nuevos tiempos que se aproximan. Por eso el desierto es el punto de partida de algo nuevo impulsado por el llamado de la Palabra.
¿Cuál era el pregón de Juan? Una frase breve y fuerte parece resumirlo. Tiene dos partes:
(1) Un imperativo: “Convertíos” (un llamado que se repetirá al final, en el v.11). Es un llamado para tomar distancia radical de todo lo que hasta entonces ha tenido valor, los antiguos criterios de vida pierden vigencia. Es como si se dijera: ¡Hay que darle una impronta definitiva a la vida!
(2) Una clara motivación: “Porque ha llegado el Reino de los Cielos”. La conversión no es para volver atrás, al punto de partida, sino un ir más allá, dar pasos hacia delante en la dirección “Reino”: la obra del Dios creador y Señor de la historia que viene a cumplir sus promesas y a plantear sus exigencias.
En otras palabras, el pregón del primer heraldo del Evangelio consiste en una invitación para dejar la vida de pecado para convertirse al Dios que se ha hecho presente en medio de su pueblo, que “ha llegado”.
Según Juan Bautista el “Reino” ya “ha llegado” (levemente diferente de Marcos 1,15: “está cerca”). La finalidad de la conversión hacer la experiencia de dicho Reino. Es importante la anotación de que esta soberanía es “de Dios”, o como prefiere decir Mateo “de los cielos” (para evitar el nombre divino en un ambiente de fuertes raíces judías). Lo nuevo viene del cielo, no es el punto de llegada de esfuerzos humanos y por eso es gracia. Dios siempre ha obrado en medio de su pueblo, pero viene ahora algo inédito: él mismo está ahí.
Como deja entender Juan: es verdad que es Dios quien puede cambiar este mundo (“Reino”), pero le corresponde a cada uno comenzar a cambiar (“Conversión”).
1.3. Un predicador que es “Portavoz” de Dios (1,3)
“Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas”
Juan el Bautista se presenta en calidad del heraldo que grita del mensaje de su Señor, por lo tanto no realiza una misión por iniciativa propia sino por envío de Dios.
A la luz de la profecía de Isaías (40,3), que para Mateo es el profeta de la salvación mesiánica, el ministerio de Juan arroja nuevas luces:
(1) Con la venida de Juan se cumple una antigua profecía de Isaías.
(2) Juan es la “voz” que personifica históricamente a aquel misterioso personaje presentado por Isaías (quizás un miembro de la asamblea del consejo de la corte celestial), el cual le hacía eco a las instrucciones de Dios para el pueblo que regresaba de la cautividad de Babilonia.
(3) La voz parte del “desierto” pero la finalidad no es quedarse en el desierto sino completar un camino.
(4) Así como en la antigua profecía se preparaba el camino al Rey y su séquito, en los nuevos tiempos, cuando se realiza en su sentido más profundo esta profecía: Dios viene (es más “ya ha llegado”; 3,2). Es “el camino del Señor”, el suyo es un camino triunfal que no admite senderos tortuosos, pistas extenuantes ni recorridos desalentadores.
(5) Lo importante del anuncio es que es Dios mismo, en cuanto “Señor”, quien guía a su pueblo: como un pastor que guía a su rebaño. Bajo su guía el pueblo alcanzará victorioso la meta de su caminar histórico.
Juan, por tanto, es la voz de aquél que grita repetidamente en el desierto su mensaje para que los hombres se preparen, como quien prepara una “vía sacra” para la venida de Dios (“preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas”), lo cual implica renunciar a las antiguas seguridades. El profeta nos quiere sensibilizar para ofrecerle a Dios la máxima acogida.
Antes de ponernos a la escucha de las instrucciones precisas para “preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas” (será la tercera parte de este pasaje), observemos la persona misma del profeta que hasta ahora sólo se ha denominado “voz”.
2. La vida de profeta y el ministerio bautismal de Juan (3,4-6)
Después de la serie de claves bíblicas que sitúan a Juan en el escenario de la historia de la Salvación, en la aurora de los nuevos tiempos, el evangelista Mateo se detiene un poco para presentarnos rasgos que podríamos llamar “históricos” de su cualificado ministerio.
La descripción del personaje sigue dos círculos concéntricos: Juan a solas (3,4) y Juan rodeado de la multitud que acude a su predicación (3,5). Se percibe aún una tercera coordenada que es la anotación del evangelista sobre el éxito de la misión de Juan (3,6).
2.1. Juan a solas (3,4)
“Tenía Juan su vestido hecho de pelos de camello, con un cinturón de cuero a sus lomos, y su comida eran langostas y miel silvestre”
El profeta aparece como un típico personaje del desierto: una vida conducida con hábitos de máxima austeridad, sin la más mínima ostentación.
El evangelista describe su vestido y su alimentación, detalles suficientes para que sepamos con quién estamos tratando.
El vestido “de pelos de camello” amarrado por un “cinturón”, es lo contrario de una vestidura lujosa, no es lo que llevaría una persona de alta dignidad. Inicialmente nos encontramos con un Juan que se viste a la manera de los beduinos del desierto.
Pero hay más. Esta manera de vestirse nos remite al profeta Elías (“un hombre vestido de pieles y faja de piel ceñida a la cintura”, nos dice 1º Reyes 1,8), cuya indumentaria se convirtió posteriormente en el “uniforme” de los profetas (ver Zacarías 13,4).
La profecía de Malaquías decía que Elías –quien no murió- sería con su regreso el precursor del Mesías: “Voy a enviaros al profeta Elías antes de que llegue el Día de Yahvé, grande y terrible” (3,23). Por tanto, la alusión no parece ser casual, porque según este mismo evangelio de Mateo, Juan Bautista “es Elías, el que iba a venir” (11,14; también 17,10-12). Si esto es así, entonces el paso siguiente es la venida del Mesías.
Si a esto le sumamos que se alimenta con una asombrosa austeridad, con la comida más sencilla posible y casi un vegetariano (“su comida eran langostas y miel silvestre”), ciertamente deduciremos que estamos ante un hombre que en asombrosa pobreza vive completamente dedicado a Dios: un verdadero asceta.
Este es un pequeño pero importante indicador de su estilo de vida personal: el vivir de lo estrictamente –al margen de las apariencias y la sociedad de consumo- proclama en primera persona que el predicador ha puesto su corazón en un valor mayor y que está dedicado completamente a la causa de Dios: vive abandonado a su providencia y en función del valor mayor lo relativiza todo de manera que nada lo aparte de su voluntad. Así de fuerte e intensa es la relación que sostiene con Dios.
2.2. Juan rodeado de la multitud que acude a su predicación (3,5)
“Acudía entonces a él Jerusalén, toda Judea y toda la región del Jordán”
Dejando de lado las soledades orantes del hombre de Dios, el evangelista enseguida nos lo presenta en acción.
El profeta atrae: “acuden a él”. El pueblo busca masivamente a Juan: tiene éxito, consigue movilizar la fe de la gente. El radio de acción de la predicación de Juan alcanza el mundo urbano de la ciudad (“Jerusalén”), igualmente toca la población campesina de la provincia (“toda Judea”) y finalmente los que comparten su hábitat en los alrededores del Jordán.
¿Por qué toda esta gente, desde los más lejanos hasta los más cercanos, acude a Juan? Porque reconoce que la organización de la sociedad no le está ofreciendo la vida que esperan, no es lo que –como pueblo de la Alianza- están llamados a ser; es más, de esta forma la gente reconoce que es parte de esta misma sociedad, o sea, que ha participado en sus injusticias. En la voz y en la persona de Juan reconocen su auténtica vocación y deciden recomenzar para vivir según la justicia de Dios.
El movimiento de búsqueda de Juan implica que las multitudes están interesadas en un proceso de conversión.
2.3. La gente se toma en serio la predicación de Juan: se hace bautizar (3,6)
“…Y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados”
La predicación de Juan sobre la conversión era acompañada del bautismo en las aguas corrientes del río Jordán. La descripción del evangelista (en tiempo histórico) deja entender que Juan tuvo éxito en su predicación: fue tomado en serio.
El Bautismo
Quien había acogido el llamado a la penitencia confesaba sus pecados, entraba en el Jordán y era inmerso en sus aguas. Todo aquel que era lavado en este baño ritual debía después vivir libre del pecado en la espera de la salvación que estaba por venir.
El bautismo señalaba que la persona que lo recibía era sincera y que su actitud era válida a los ojos de Dios. Puesto que era un gesto público, todos los asistentes, comenzando por Juan, se convertían en testigos de las nobles intenciones del bautizado.
Por otra parte, el hecho de que sea administrado por otra persona y no por sí mismo (de hecho existían los rituales de auto-purificación en las piscinas destinadas a ello), significaba un abandono a la obra de Dios: la pureza y la renovación son ante todo una obra de Dios.
La confesión de los pecados
El hecho de “confesar los pecados” implica que la pureza lograda no sólo era legal sino también moral. Dos cosas eran claras, puesto que era un momento decisivo en la vida de la persona este bautismo era una sola vez en la vida (por lo tanto la conversión era a fondo) y funcionaba sólo si de daban “frutos de conversión” (se dirá enseguida).
Además de entrar en comunión con Dios, los bautizados por Juan debían construir comunidad, una comunidad preparada para la llegada del Mesías. Se nota que todavía algo esencial está faltando: el bautismo de Juan valida la actitud del pecador pero no interviene transformadoramente la realidad del “pecado”.
El texto no habla del “perdón de los pecados” porque sólo la muerte expiatoria de Jesús tiene el poder de perdonar los pecados (ver 26,28). En esto el evangelio es coherente: el Mesías se llamará “Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (1,21).
3. La predicación del juicio inminente y la llegada del Mesías (3,7-12)
Nuestro pasaje termina con una bellísima pieza de la predicación de Juan Bautista, la cual corre en dos direcciones: (1) enfatiza el tema de la conversión del pueblo de Dios -los “hijos de Abraham”- (3,7-10), y (2) anuncia la venida del Mesías, quien superará su predicación sobre la conversión (3,11-12). El tema final de la predicación de Juan es la venida de Jesús.
3.1. La predicación del juicio inminente (3,7-10)
“7 Pero viendo él venir muchos fariseos y saduceos al bautismo, les dijo: ‘Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente?
8 Dad, pues, fruto digno de conversión,
9 y no creáis que basta con decir en vuestro interior: «Tenemos por padre a Abraham»; porque os digo que puede Dios de estas piedras dar hijos a Abraham.
10 Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego.
En contraste con la anotación anterior sobre el éxito obtenido en su ministerio de predicación de la conversión (medido por la gente que se hace bautizar), Juan Bautista hace sentir ahora sus advertencias sobre los representantes de la piedad judía, que (a) vienen como curiosos, o (b) parecen poner objeciones a la predicación, o (c) que admitiendo el bautismo se muestran renuentes a un verdadero cambio. Puesto que el texto dice implícitamente que éstos vienen a bautizarse y ya que en el evangelio ellos personifican la oposición a la Palabra de Dios predicada por el Mesías, la más probable es la opción (c).
Juan les habla entonces directamente a sendos representantes de los partidos político-religiosos de su tiempo como una forma de dirigirse a las estructuras religiosas, las primeras que debían dar ejemplo de conversión: “Pero viendo él venir muchos fariseos y saduceos al bautismo, les dijo…” (3,7a).
La idea central de las palabras de Juan es que la conversión no tiene excepciones ni admite aplazamientos ni fingimientos. ¿La razón? Está dicha con una metáfora: “Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles” (3,10). Es decir, el juicio es inminente.
Juan (1) les pone un apelativo que desenmascara la hipocresía religiosa (3,7b), (2) les lanza una admonición (3,8), (3) desmonta sus supuestos privilegios (3,9) y (4) los urge para dar el paso de la conversión (3,10).
(1) Un apelativo que desenmascara la hipocresía religiosa (3,7b)
El apelativo “raza de víboras”, es decir, que se comportan como tales, en el mundo hebreo es un insulto que pinta a la persona como un hipócrita y como un falso. En un antiguo texto himno que se conservó en Qumrán se decía: “lengua mentirosa como veneno de serpiente que salpica en determinados momentos… veneno de víboras que no se puede exorcizar” (1QH5,27). Con ello se dice que hacen daño y que éste es irreparable.
Jesús utilizará también esta expresión (ver 12,34 y 23,33) y dirá explícitamente que de este tipo de personas, que hacen los ritos religiosos externos pero no son sinceros en su moralidad, de ellas hay que cuidarse (ver 16,1.6).
Con esto tipo de personas Dios será implacable. Juan está pensando en la venida del Reino inicialmente como un juicio (“ira inminente”) del cual no hay forma de escaparse, todos pasarán por él. El juicio de Dios será como un incendio forestal que arrasa el país (ver la metáfora de la ira en Isaías 9,18).
(2) Una admonición: la conducta esperada (3,8)
La única manera de afrontar con dignidad este “cara a cara” con Dios es la conversión sincera y constatable: “Dad, pues fruto digno de conversión”.
Juan no dice, como hace Lucas (3,10-14), cuál es la lista de las conductas deseables. Este evangelio dice simplemente “fruto digno de conversión” (nótese el singular, a diferencia de Lc 3,8). Esta metáfora del árbol del cual se esperan frutos es conocida en los profetas, por ejemplo: “En los días que vienen arraigará Jacob, echará Israel flores y frutos, y se llenará la faz de la tierra de sus productos” (Is 27,6; ver también Jr 12,2; 17,8; Os 6,19).
¿Por qué el singular “fruto”? En este texto la conversión aparece como un movimiento vital que proviene de la savia del Reino y que madura internamente en el creyente hasta traducirse en una forma de vida. No sólo se trata del superar conductas pecaminosas sino de darle un radical reconocimiento a Dios mediante una orientación del proyecto de vida que expresa lo “nuevo” que él quiere que hagamos.
La conversión no consiste en cambiar “cositas” en la vida sino en un movimiento interno y total que sintoniza la vida con Dios. La metáfora del árbol es oportuna: a veces hacemos como con los arbolitos de navidad, a los cuales les agregamos frutas y otros adornos ficticios; la conversión no es agregarle cosas a la vida sino ser lo que realmente somos, a partir de la obra del Dios del Reino que nos habita.
(3) El fin de los privilegios (3,9)
Dentro de la conciencia nacional judía había ganado espacio la convicción de que, por el hecho de ser israelitas –descendientes de Abraham y por lo tanto “pueblo elegido”- se iban a escapar del juicio.
Basta recordar el estribillo del orgullo hebreo: “No entregues tu gloria a otro, ni tus privilegios a pueblo extranjero. Felices nosotros, Israel, pues se nos ha revelado lo que agrada al Señor” (Baruc 4,4). Incluso un dicho hebreo tardío dice: “Como la vid se apoya en leños secos… así los israelitas se apoyan en los méritos de sus padres” (Lev.R.36). Juan Bautista les dice que eso es una vana ilusión: sólo la revisión de vida y la conversión personal salva.
Por lo tanto no tiene validez el hecho de decir “Tenemos por padre a Abraham” (detrás de esta frase está: Isaías 51,2; 63,16). Dios es el verdadero padre de la comunidad – “uno solo es vuestro padre: el del cielo” dice Jesús en Mt 23- y no está atado a la descendencia de Abraham.
De repente, diciendo estas palabras, Juan Bautista muestra las rocas del desierto de Judá: “Dios puede de estas piedras dar hijos a Abraham”; queriendo decir que él es creador y obra por su soberana voluntad. Es Dios quien pone los criterios para ser pueblo de Dios.
Por lo tanto, no hay ninguna seguridad con respecto a la salvación por el hecho de pertenecer a tal o cual familia o institución. ¡Lo que hacemos en la práctica dice quiénes somos! El cartón de entrada en el Reino es la práctica concreta de la nueva justicia.
(4) La urgencia de dar el paso decisivo (3,10)
Juan sigue rebatiendo todas las excusas de los fariseos y saduceos. Finalmente les dice que no se puede aplazar la penitencia: “Ya está puesta el hacha a la raíz de los árboles”.
La imagen del leñador a punto de dar el golpe certero sobre un árbol que en tierra erosionada deja ver sus raíces es una imagen muy dura para un israelita (ver la predicación de Isaías 10,33-34). Significa: ¡El juicio está aquí, a las puertas! ¡Sin conversión no hay pueblo de Dios! ¡Todo lo que se creía un privilegio resulta ser inutilidad! Así como el árbol “que no da buen fruto” es abatido y convertido en leña, así también está en riesgo el antiguo pueblo de Dios.
Más angustioso y adolorido no puede ser el llamado al cambio de vida.
3.2. El anuncio de la venida del Mesías (3,10-12)
11 Yo os bautizo en agua para conversión; pero aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y no soy digno de llevarle las sandalias. Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego.
12 En su mano tiene el bieldo y va a limpiar su era: recogerá su trigo en el granero, pero la paja la quemará con fuego que no se apaga.»
Sin perder la vista del “fuego” (3,10), ahora Juan Bautista da un paso adelante en la predicación anunciando explícitamente la venida del Mesías. Juan como profeta no sólo remueve las conciencias con sus denuncias sino que también anuncia lo nuevo que está a punto de venir.
Es verdad que la penitencia es la forma adecuada de preparación del camino del Mesías, pero ¿Quién es éste que viene?
Su anuncio tiene dos partes: (1) se confronta el bautismo con agua y el bautismo con Espíritu Santo y Fuego, para poner de relieve la superioridad del Mesías sobre su precursor; (2) explana la misión de justicia del Mesías valiéndose de una pequeña y casi parábola.
(1) Los dos bautismos: la gran dignidad del Mesías (3,11)
Juan Bautista habla de su relación con el Mesías (no dice su nombre) en primera persona. Con sus palabras aclara cuál es su papel con relación a él.
En medio de la confrontación de los dos bautismos, Juan declara que el Mesías es el más fuerte y lo supera tanto en dignidad como en realizaciones: “Aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo…” (3,11b). Juan se siente indigno de rendirle los más humildes servicios de los esclavos: “…Y no soy digno de llevarle las sandalias” (3,11c).
Lo cierto es que Juan bautiza sólo con agua, pero Jesús con Espíritu y fuego:
• El “bautismo en agua para conversión”, como ya se dijo arriba, significa la preparación para el juicio escatológico de Dios.
• En cambio el bautismo “en Espíritu Santo y fuego” es el baño universal en Espíritu derramado sobre todos los hombres como fuego purificador (Malaquías 3,19; Joel 2,1-5 y 3,1-3).
El fuego es un instrumento de purificación más eficaz que el agua y simboliza la intervención de Dios y de su Espíritu, haciendo discernir quién es quién (ver las profecías de Zacarías 13,9; Malaquías 3,13-21).
En otras palabras el bautismo de Jesús tiene poder. No es un simple gesto interno que confirma una actitud interna sino una acción transformadora que va al núcleo del problema humano obrando el perdón. De Juan viene la sensibilización para generar un cambio, pero la transformación sólo proviene de Jesús.
(2) Para terminar: Casi una pequeña parábola (3,12)
La última frase anterior tiene un acento positivo, sin embargo falta considerar finalmente otro aspecto menos agradable: el juicio de Jesús –representado en el “fuego”- es un juicio purificador y salvífico para unos, pero tendrá consecuencia funesta para otros.
Para explicar esto, el Bautista ahora se vale de una pequeña comparación: el Mesías es semejante al campesino que separa el grano de la paja con la pala para aventar: levanta con su rastrillo al aire lo que ha segado y la brisa (que proviene del mar) se encarga de hacer la tarea de separación del trigo y la paja. La paja es arrojada en el fuego: sirve de combustible para la cocina (como se dijo en 3,10 del árbol que no da fruto).
Siguiendo las dicientes imágenes de la predicación profética se puede decir que el Espíritu es el viento que finalmente cosechará el trigo (ver Isaías 41,15-16) y atizará el fuego inextinguible (ver Is 66,24), pero también es el soplo que da la vida a quien ha sido considerado digno de la salvación (ver Is 28,19).
Si bien Juan nos describe inicialmente al Mesías más con los rasgos de un juez que de un salvador, es verdad que en última instancia su deseo es la salvación; además él es el portador del Espíritu y por tanto de la vida y la salvación. Pero para ello necesita la apertura de cada uno, por eso el Bautista no para de predicar: “Convertíos porque ha llegado el Reino de los Cielos”.
No perdamos de vista la idea de conversión que se propone hoy: no se trata solamente de ser mejores israelitas (hoy diríamos “cristianos”), aunque también implica esto, la conversión tiene que ver con un Adviento, con un disponerse interiormente para participar en la novedad definitiva: ¡la tremenda cercanía de Dios!
4. Releamos el Evangelio con los Padres de la Iglesia
El Padre de la Iglesia Orígenes nos regala una interpretación del motivo de las “piedras” a las cuales alude Juan Bautista:
“¿Quieren saber cuáles son las obras dignas de la conversión? ‘El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, autodominio’ (Gálatas 5,22-23) y todas las otras virtudes. Si las poseemos todas, habremos hecho ‘obras dignas de la conversión’. Y no comiencen a decirse a sí mismos: ‘¡Tenemos a Abraham por padre! Porque les digo que Dios puede hacer nacer hijos a Abraham hasta de estas piedras!’ (Lc 3,8).
El último profeta, Juan, con estas palabras profetiza la expulsión del primer pueblo y el llamado de los gentiles. (…)
¿De qué piedras hablaba? Ciertamente no de piedras materiales, sino de hombres insensibles y obstinados, los cuales adorando piedras y pedazos de madera realizaron la predicción del Salmo que se refería a ellos: ‘Sea como ellos quien los fabrica y quien en ellos confía’ (Salmo 113B, 8)”. (Orígenes, Homilía 22,9-10)
5. Cultivemos la semilla de la Palabra en lo profundo del corazón
5.1. ¿Por qué es tan significativa la figura de Juan Bautista en este tiempo en el que esperamos la venida del Redentor?
5.2. El tiempo de adviento nos llama a la conversión. ¿Qué aspectos he identificado en mí que necesitan conversión? ¿Cómo lo haré?
5.3. El desierto es el espacio de la escucha para dejarse guiar por Dios en un camino pascual, ¿Qué momentos vamos a dedicar en la familia, en la comunidad, en el grupo, para leer detenidamente la Palabra de Dios? Sería bueno fijar un tiempo semanal como mínimo para hacerlo.
5.4. Juan Bautista es la voz que invita a la conversión. ¿En qué forma concreta yo puedo también ser esa voz para los demás? ¿Qué me pide el Señor que haga durante este tiempo?
5.5. ¿Cuáles eran las “resistencias” de los fariseos y saduceos para sacarle el cuerpo a la conversión? ¿Detecto en mí alguna resistencia para la conversión?
5.6. Frente a la sociedad de consumo que nos ofrece lo fácil y nos propone todos los artículos que nos dan bienestar, ¿Cómo voy a vivir la invitación que se me hace en este tiempo de adviento, a la austeridad y a la moderación?
5.7. ¿Cómo presenta Juan Bautista al Mesías que viene? ¿Qué espero que él obre en mí, en mi familia y todos los que me rodean?
P. Fidel Oñoro, cjm
Centro Bíblico Pastoral para América Latina
CELAM