Décimo Séptimo del Tiempo Ordinario
Una escuela de oración
El discípulo de Jesús ora de una manera distintiva
Lucas 11, 1-13
Introducción
Siguiendo la línea de los evangelios anteriores, hoy nos encontramos con la tercera característica distintiva de un discípulo de Jesús: la oración frecuentemente. Ser “orante” es un rasgo de la personalidad del discípulo.
Los temas de los domingos anteriores, el de la fuerza de la misericordia sin fronteras –en el Buen Samaritano- y el de la perfecta gratuidad en la acogida –en Marta y María- tienen un punto de reposo en el tema de la oración que abordamos hoy. Con esta trilogía temática queda diseñado un cuadro completo –aunque no exhaustivo- de los ejercicios fundamentales del “seguimiento” de Jesús, o sea, del discipulado. Es así como en medio de la subida a Jerusalén, Jesús sigue ofreciendo las lecciones fundamentales del discipulado.
En el camino de subida hacia Jerusalén, un legista le había preguntado a Jesús qué tenía que “hacer” para alcanzar la vida eterna (ver 10,25).
Como respuesta resultó una estupenda enseñanza sobre el amor. El tema del amor vuelve a aparecer cuando, a propósito de la solicitud de uno de los discípulos -“Señor, enséñanos a orar”-, Jesús realiza una extensa pero bien ordenada catequesis sobre la oración que termina hablando sobre los dones que nos da el amor del Padre, especialmente su amor viviente en nosotros, que es el Espíritu Santo.
La catequesis sobre la oración tiene tres partes que corresponden a tres elementos claves de la vida de oración:
(1) La oración del discípulo es continuación de la oración de Jesús en él (11,1-4). Hay que aprender la oración de Jesús.
(2) La oración no es fácil, especialmente cuando no encuentra respuestas inmediatas puede llevar al desánimo (11,5-8). Hay que hacer el aprendizaje de la perseverancia, así como lo hace el amigo “importuno” de la parábola.
(3) Pero así como la oración pide esfuerzo también es gracia: en ella encontramos el rostro de un Dios Papá generoso para el cual basta pedir (11,9-13). Hay que hacer el aprendizaje de la confianza en Dios Papá.
Del comienzo al fin del pasaje de hoy, escuchamos la voz de Jesús dando todas las pautas, porque Él es Maestro de Oración.
Tengamos presente que la oración, aún siendo lo más espontáneo que hay, requiere educación. Esta educación no está centrada tanto en formas externas o tácticas infalibles sino en el cultivo de una triple certeza en el corazón: (1) la conciencia de filiación, (2) la certeza de que somos escuchados y (3) también de que Dios es generoso con sus dones a sus hijos pero para ello hay que hablarle.
Dejando hablar a Jesús como Maestro de Oración, el evangelio de hoy nos inculca que vale la pena orar, porque la oración es eficaz.
1. El punto de partida de la oración: la oración de Jesús (11,1-4)
“1 Y sucedió que, estando Él orando en cierto lugar, cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: ‘Señor, ensénanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos’.
2 El les dijo: ‘Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino,
3 danos cada día nuestro pan cotidiano,
4 y perdónanos nuestros pecados porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación’”
1.1. El rostro de Jesús orante (11,1a)
“Y sucedió, que estando Él orando en cierto lugar, cuando terminó…” (11,1a)
El evangelio comienza despacio, dándose un tiempo para contemplar sobre el escenario a Jesús orante. Con apenas las palabras esenciales se describe una oración completa de Jesús (hasta “cuando terminó”). Los tiempos de la oración personal de Jesús y de la enseñanza de esta materia a sus discípulos aparecen separados.
El evangelista Lucas nos ha enseñado que la oración era una constante de la vida de Jesús. No es sino recordar pasajes ya leídos: la oración en el Bautismo (3,22), antes de llamar a los Doce (6,12), antes de la confesión de fe de Pedro (9,18), en la transfiguración (9,28), después del regreso de los setenta (y dos) misioneros (10,21-22). Ahora lo vemos orando una vez más.
La enseñanza es clara: el punto de partida de la oración cristiana es la misma oración de Jesús. Si nosotros podemos orar es porque Él ora y todas nuestras oraciones están dentro de la suya. Un discípulo siempre ora “en” Jesús: Él origina, sostiene e impregna nuestra oración.
1.2. El nuevo rostro de una comunidad orante (11,1b)
“Cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: ‘Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos” (11,1b)
Esta es la única vez –dentro del conjunto de los evangelios- que vemos a los discípulos plantear esta pregunta.
¿Qué piden los discípulos? Los discípulos quieren una oración que los distinga -en cuanto comunidad de Jesús- de las otras comunidades u otros grupos judíos, las cuales ciertamente eran muy piadosas. El ejemplo de la comunidad de Juan Bautista es preciso: él les había enseñado oraciones propias, como lo deja entender la petición que uno de los discípulos le hace a Jesús.
Lo que sigue entonces es el aprendizaje de una oración con sello propio, con la marca distintiva del Espíritu que hacía palpitar de amor el corazón de Jesús por su Padre de una manera diferente; una oración que sumerge en la revelación del rostro de Dios –“nadie conoce quién es el Padre sino el Hijo” (10,22b)- y endereza cada paso de la vida en la dirección de su Proyecto. Por algo la primera declaración de Jesús en el evangelio estaba relacionada con el escenario propio de la oración: “Debo estar en la casa de mi Padre” (2,49).
Entonces la comunidad que se identifica con Jesús quiere también identificarse con su oración, porque por ella pasa el núcleo del evangelio.
1.3. Jesús transmite la dinámica, la respiración y las palabras precisas de su misma oración (11,2-4)
Como respuesta a la petición que le elevó uno de sus discípulos, Jesús le transmite a la comunidad entera un esquema de oración que contiene las palabras significativas que impulsan la dinámica interna de la relación con el Padre de Jesús.
Cada vez que los discípulos se pongan en oración (“Cuando oren…”) esta enseñanza debe estar impregnando los sentimientos, los pensamientos y las palabras que se pronuncian (“…digan”, 11,2a).
(1) “¡Padre! (11,2b)
La oración comienza con un grito del corazón: “¡Padre!”. De repente como que se descarga desde dentro del corazón un manantial del cual brota toda la oración. ¡He aquí su primer impulso!
“Padre”, fue la primera palabra que Jesús pronunció en este evangelio de Lucas, cuando estaba en el Templo de Jerusalén, para referirse a Dios: “¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?” 2,49).
Con la palabra “Padre” comenzaba Jesús habitualmente sus oraciones: “Yo te bendigo, Padre” (10,21), “Padre, perdónales…” (23,42), “Padre, en tus manos pongo mi espíritu” (23,46). Esta última expresión de Jesús en su vida terrena es impactante. Toda la vida de Jesús estaba bajo la mirada del Padre.
Lucas pronuncia la forma griega del correspondiente arameo ’Abbâ (el diminutivo de ’Ab, que significa “padre”). Esta expresión era usada como apelativo afectuoso y reverente de los niños o de los hebreos adultos con su progenitor. El uso de este término implica no sólo cariño sino también respeto y disponibilidad para la obediencia.
Con esta sola palabra, captamos la intensidad de la devoción de Jesús avivada por la relación única que sostenía con el Dios de Israel.
Ésta sabe a intimidad filial, a absoluta confianza. Esta conciencia de ser “Hijo predilecto” lo acompañó, se hizo sentir desde la primera (2,42) hasta la última palabra de Jesús (23,46). Esta conciencia lo sostuvo en el momento doloroso, cuando oraba sudando sangre (22,42), hasta la última tentación (4,3.9; 23,35). Públicamente Él nunca lo negó (23,70).
Cuando el discípulo dice junto con Jesús “¡Padre!” revive la emoción de Jesús y, puesto que dirigirse a Dios como Padre implica el reconocerse como hijo suyo, también de esta forma le da estructura a su conciencia personal de filiación.
Entre este momento inicial y el punto final de la catequesis, cuando se reciba su mano extendida entregando el mayor de sus dones (11,13), en el término “Padre” está contenida toda la enseñanza sobre la oración.
La fuerza emotiva de la invocación “¡Padre!”, que le asegura a los discípulos que el amor de Dios se preocupa por ellos, inculca la certeza que se puede pedir la asistencia en lo necesario, con la seguridad de ser escuchados. Por eso viene enseguida la lista de las peticiones.
(2) Ante todo ¡Dios!: Hacer del mundo un cántico de la gloria de Dios (11,2cd)
El manantial se impulsa hacia lo alto.
Lo primero que es realmente necesario es la realización del proyecto de Dios a escala cósmica. Para ello se pronuncian dos frases paralelas. De cara al Padre, se suplica que se cumplan dos deseos de su corazón:
Primero, que “Tu nombre sea Santificado” (11,2c).
La formulación está en pasivo. El autor de la santificación no se nombra sino que se sugiere: Dios mismo. Sólo Dios puede manifestarse a nosotros tal como es, en la potencia de su santidad, pero también con la bondad y la misericordia de su santidad.
Esta es una manera de pedirle al Padre que actúe para que el honor de su Nombre divino –ensuciado por la ignorancia y el pecado del hombre- sea limpiado mediante la pascua purificadora y la atracción de todos los corazones hacia el suyo (ver Isaías 8,13; 29,23; Ezequiel 36,23-28). Gracias a esta acción por la cual Dios establece su gloria en el mundo, todos los hombres de la tierra lo respetarán y lo alabarán. Formular esta primera petición es comprometerse a reconocer la autoridad de Dios sobre nosotros.
Segundo, que “Venga tu Reino” (11,2d).
Esta segunda petición está relacionada con la primera, es otra forma de reconocer la autoridad de Dios sobre nosotros. Las bendiciones de Dios irrigan el mundo cuando Él es reconocido como Rey y cada hombre se somete a su Señorío de vida. La venida de este Reino-Señorío de Dios es el contenido de la misión de Jesús (ver 4,43) y se descubre en cada página del Evangelio.
El evangelista Lucas no nos presenta la tercera petición que encontramos en Mateo “hágase tu voluntad” (6,10). Tampoco hace falta que se diga aquí, porque la realización de la voluntad del Padre es –ya desde el “fiat” de María- tema transversal en todo el evangelio (ver 2,42).
(3) Del corazón de Dios proviene la respuesta a las necesidades personales de los discípulos
La fuente de la oración ahora se deja caer descendentemente: el amor de Dios se hace presente en las necesidades personales de los orantes.
Primero se pide el pan o el alimento en general: “Danos cada día nuestro pan cotidiano” (11,3). Esta petición no incluye solamente la necesidad del alimento que satisface inmediatamente, sino que apunta a uno más duradero.
El Dios Padre de Jesús asiste también como buen papá a todos los discípulos que se comprometen en su seguimiento. Por su parte, el discípulo sabe que Dios como Padre bueno lo va a sostener día a día, porque su afán por el hombre no tiene reposo y Él sabe entrar en los detalles de la vida. Dios Padre alimenta el cuerpo pero también el espíritu y con este pan nos prepara para la comunión final.
La segunda petición pide el perdón de los pecados: “Perdónanos nuestros pecados porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe” (11,4ª).
En la antigüedad, con cierta frecuencia los deudores terminaban como esclavos de sus acreedores. El perdón del Padre satisface tanto al pecador como al afectado, al deudor como al acreedor. A diferencia de la versión de esta oración en Mateo la frase griega permite leer que el perdón del hermano no es la condición sino la consecuencia del Perdón que Dios da primero. El perdón que Dios nos da no es una recompensa porque hayamos perdonado sino un don gratuito. Hay que pedir perdón para poder ser capaz de perdonar.
El perdón que recibimos tiene que ver que lo que debemos hacer a continuación así como también con el perdón que acabamos de pedir: muestra que nuestra petición es sincera y que estamos dispuestos a acoger el perdón de Dios.
Finalmente: “Y no nos dejes caer en tentación” (11,4b). La tentación no es un mal en sí, es una “prueba” que nos puede llevar a invitar, a salir vencedores y más maduros, así como salió Jesús del desierto. Esta tercera petición suplica, entonces, que a la hora de las seducciones del mal y de las tribulaciones del mundo por causa de la opción cristiana –o sea, la tentación- el discípulo pueda salir victorioso de ella, en lugar de sucumbir. No faltarán las pruebas –como dice Eclesiástico 2,1-2: “Hijo, si te llegas a servir al Señor, prepara tu alma para la prueba”-, pero tampoco faltará la mano segura del Padre con su poder liberador de todo mal, que es Jesús.
2. Una conmovedora parábola para incentivar la perseverancia en la oración: “el amigo a media noche” (11,5-8)
“5 Les dijo también: «Si uno de vosotros tiene un amigo y, acudiendo a él a medianoche, le dice: ‘Amigo, préstame tres panes,
6 porque ha llegado de viaje a mi casa un amigo mío y no tengo qué ofrecerle’,
7 y aquél, desde dentro, le responde: ‘No me molestes; la puerta ya está cerrada, y mis hijos y yo estamos acostados; no puedo levantarme a dártelos’,
8 os aseguro, que si no se levanta a dárselos por ser su amigo, al menos se levantará por su importunidad, y le dará cuanto necesite”
Cómo hay que orar, ya lo sabemos.
El problema ahora es atrevernos a hacerlo y además con constancia, con perseverancia. Para motivar la oración, sin desistir con facilidad –sobre todo cuando no se ven respuestas inmediatas-, Jesús cuenta una parábola –cargada de cierto humor- que ilustra bastante bien los motivos que tiene una persona para socorrer su amigo que está en un apuro. El protagonista es un amigo de esos que hoy llamamos “intensos”, que gracias a su insistencia logra lo que necesita.
La primera frase, “Si uno de vosotros…”, deja ver de qué forma Jesús inculca la enseñanza: en el ejemplo que va a colocar va implícita una pregunta que hay que responder cuando termine de contar la historia. Es como cuando uno dice: “Te imaginas que te pasara esto y esto…”.
Ante todo, la nueva lección sobre la oración se realiza en la atmósfera de la amistad.
A propósito de amigos que sirven de intermediarios para pedir favores, ver Lc 7,6.
La situación descrita en la breve parábola es la de una persona que se encuentra a media noche tocando la puerta en la casa de su amigo para pedirle un favor (un préstamo). Resulta que un inesperado visitante lo tomó de sorpresa a medianoche –pues a veces se preferían los viajes nocturnos para evitar la insolación del día- y lo encontró sin ninguna provisión para atenderlo bien (recordemos las acciones de Marta con Jesús viajero en 10,40).
Es verdad que muchas de estas eventualidades no se pueden prever; no es su culpa. ¿Qué se esperará entonces que haga el amigo? (Recordemos la lección del samaritano en 10,36-37).
La historia tiene como agravantes:
(1) la hora: es medianoche (11,5); y, en consecuencia, (2) no hay panadería abierta a esa hora (si fuera una ciudad), (3) es impertinente hacer levantar al amigo porque no es fácil de abrir (11,7a; en esta época las puertas eran de hierro o de madera pesada), (4) es inconveniente ponerse él mismo a hacer un pan casero estando el visitante ya en la casa a esa hora. Lo peor es que el favor –de prestar tres panes que son generosa ración para una sola persona- parece inviable porque (5) la familia ya está durmiendo y ésta parece ser una casa campesina palestina de un solo cuarto, que cuando llega la noche toda ella es cama franca (11,7b). La respuesta por tanto es clara: “No puedo levantarme a dártelos” (11,7c).
Pero es verdad que si es impensable que el primer personaje no ofrezca una buena hospitalidad al viajero (como Marta y María), también parece improbable que aquel de quien se requiere un servicio no lo haga por encima de todo (como el buen samaritano). Esto no cabe en la cabeza de un oriental.
De aquí saca Jesús la conclusión, en la cual él mismo se responde la pregunta.
No hay duda el dueño de la casa está molesto, pero la responsabilidad va a prevalecer aún por encima de la relación de amistad (11,8a). La “importunidad” (11,8b) de que aquí se habla, no es la desfachatez del que toca la puerta, sino la “vergüenza” que siente el amigo de no ser hospitalario: será reconocido como un mal prójimo. Éste al final se muestra excesivamente generoso: “le dará cuanto necesite” (11,8c).
Entonces, si esto somos capaces de hacer por el prójimo, ¿qué no hará Dios, para quien el “le dará todo lo que necesite” está elevado a la enésima potencia? (anticipemos la lectura del v.13, que también es conclusión final de esta parábola).
3. Tres imperativos para orar con ganas (11,9-13)
“9 Yo os digo: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá.
10 Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá.
11 ¿Qué padre hay entre vosotros que, si su hijo le pide un pez, en lugar de un pez le da una culebra;
12 o, si pide un huevo, le da un escorpión?
13 Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!»
La motivación para orar se incrementa con la última enseñanza de Jesús. Él entra ahora en el misterio de la oración de petición (el verbo “pedir” abre y cierra toda esta sección). La idea central de la oración debe estar acompañada de la confianza porque Dios no niega su respuesta (11,9-10). Esta idea se refuerza con un argumento contundente: la costumbre de los padres terrenos de rodear de regalos a sus hijos, lo cual, tiene su equivalente (mutatis mutandis) y en una escala todavía más alta en el ejercicio de la paternidad de Dios (11,11-13).
3.1. El misterio de la oración de petición: pedir, buscar y tocar la puerta (11,9-10)
Al mismo tiempo que Jesús invita a orar (nótese la fuerza de los imperativos que vienen en cascada), va describiendo la naturaleza maravillosa del mundo de la oración.
(1) “¡Pedid!”.
No es fácil extender la mano para pedir ayuda. Pero quien aquí lo hace no es un indigente sino un hijo que sabe que necesita de su Padre.
(2) “¡Buscad!”.
¿Buscar qué? Pues a Dios, como lo enseña la espiritualidad bíblica: “Desde allí buscarás a Yahveh tu Dios; le encontrarás si le buscas con todo tu corazón y con toda tu alma” (Deuteronomio 4,29). En Jeremías 29,13 encontramos una frase que parece inspirar la de Jesús: “Me buscaréis y me encontraréis cuando me solicitéis de todo corazón; me dejaré encontrar de vosotros”. Así también fue el camino oracional del pueblo de Dios en el desierto (ver Éxodo 33,7; y ver particularmente lo que le sucede a Moisés). Para ver el rostro del Dios hay que orar: “Tu rostro busco, Señor, no me ocultes tu rostro” (Salmo 27,8). Es así como la oración da entrada a la comunión con Dios y como somos admitidos en la fiesta celestial.
(3) “¡Tocad!” (la puerta).
Una imagen suficientemente ilustrada en la parábola del amigo inoportuno. Aunque aquí la idea es que la oración nos introduce en la casa del amigo. La finalidad última de la oración, que puede estar inicialmente motivada por una necesidad, es abrir el espacio para recibir el bien mayor que es la comunión con Dios: ser admitido en la fiesta celestial.
Por tanto orar siempre es oportuno y benéfico. Todavía más, es necesario hacerlo. No se recibirá si no se pide. Hay que pedir “porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que toca se le abrirá” (10,11).
3.2. El rostro feliz de un generoso Papá (11,11-13)
El paralelo entre los papás terrenos y el Padre del cielo nos permite apreciar la calidad de los dones que se reciben en la oración.
Ante todo no nos encontramos con un papá tacaño, ni con un papá que no se toma en serio su responsabilidad. Todo lo contrario, así como es impensable –aún en el peor de los casos- que un papá se atreva a darle cosas peligrosas o engañosas a sus pequeños (como quien da “una culebra en lugar de un pez” o “un escorpión en lugar de un huevo”; ver 11,11), sino que se preocupará por satisfacer sus necesidades y deseos para verlo vigoroso y feliz, igualmente es impensable que Dios se quede de brazos cruzados ante nuestras peticiones o nos haga el más mínimo daño con todo lo que proviene de su mano.
Hay un “¡cuánto más!”, referido a Dios Padre, que nos infunde una enorme confianza.
Si es verdad que ningún padre humano le da cosas malas a sus hijos, por fuerza se deduce que Dios no puede dar cosas que no sean excelentes para sus hijos, porque es Él –y sólo Él- quien merece plenamente el título de “Padre”, como lo dejó entender Jesús al principio de esta catequesis discipular.
Pero todavía hay más: el “Padre del cielo” da lo que es propio del cielo: “el Espíritu Santo” (11,13). Lo más perfecto que Dios nos da sobrepasa nuestras peticiones: el don del Espíritu Santo. Por lo tanto, la oración no debe tener los límites de nuestra humana mezquindad que sólo tiene aspiraciones terrenas; nuestra oración debe ser tal que nos haga grito incesante del don mayor, que es Dios mismo, que nos inunda de sí mismo y hace radiante nuestra vida, como lo vemos el día del gran don en Pentecostés (ver Hechos 2,1-11). Es “Él” lo que más necesitamos y Él se vacía en nosotros en el don del Espíritu Santo. Pero, ¿será que los hijos tienen conciencia de la excelencia de este don?
En fin…
Ojalá retomemos una y otra vez el evangelio que hoy leemos junto con toda la Iglesia, hasta que se haga una sola cosa con nosotros. Eduquemos también a los hijos, a la familia entera, a todas las comunidades –así como Jesús lo hizo- en el maravilloso mundo de la oración.
Atrevámonos a cultivar una vida de oración y perseveremos en ella, porque cuando se ora, todo el evangelio fluye por el corazón y se repite la unción del Espíritu de Pentecostés.
4. Releamos una frase del Evangelio con un Padre de la Iglesia
San Beda el Venerable se detiene en la última frase de Jesús en la catequesis sobre la oración, por cierto se trata de la enseñanza más alta sobre los dones que se reciben en la oración: “¡Cuánto más el Padre del Cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!” (11,13). De repente encontramos una conexión con Pentecostés: la oración termina entonces con una unción del Espíritu Santo y en Él recibimos mucho más de lo que pedimos y a Él a quien realmente necesitamos.
Comentando esto dice san Beda:
“El Señor, con amorosa promesa nos asegura “Vuestro Padre celestial dará el Espíritu a aquellos que se lo pidan”. Muestra así cómo se podrán hacer buenos aquellos que por naturaleza son malos, acogiendo la gracia del Espíritu. Él promete que el Padre dará el Espíritu bueno a aquellos que lo pidan, porque la fe, la esperanza y la caridad, así como todos los otros bienes celestiales que deseamos obtener, nos son concedidos únicamente por la gracia del Espíritu.
Queridos Hermanos: dejándonos guiar por sus inspiraciones, según nuestra capacidad, pidamos a Dios Padre que nos conduzca en virtud de su Espíritu, por el camino de la recta fe, que opera mediante el amor. Y, para poder conseguir los bienes deseados, esforcémonos por vivir de una manera que no sea indigna de un Padre así. Por el contrario, guardemos siempre intacto, con cuerpo limpio y mente pura, el ministerio de la regeneración por el cual, en el Bautismo, nos tornamos hijos de Dios”.
(Beda el Venerable, Homilía 14)
5. Cultivemos la semilla de la Palabra en lo profundo del corazón
5.1. ¿En qué consiste esa manera diferente con la cual debe orar un discípulo de Jesús?
5.2. ¿Cuando oro generalmente me limito a hacerlo ante una necesidad o es costumbre en mí orar siempre?, ¿Si le pido algo al Señor en la oración y no recibo una respuesta inmediata, mi reacción inmediata es: perder la fe, insistir, desistir?
5.3. ¿Qué proceso hemos hecho como familia, como comunidad, en el difícil pero necesario arte de la oración?, ¿A quién hemos pedido ayuda?, ¿Lo hemos hecho siempre espontáneamente y nos contentamos con lo que aprendimos de niños?
5.4. ¿Cómo es mi relación con el Padre al cual Jesús me enseña a dirigirme? La oración del Padrenuestro es la más bella oración que tenemos. ¿Con qué frecuencia la pronunciamos?, ¿Oramos solo cuando necesitamos cosas materiales o sabemos pedir el don más grande que es el amor de Dios derramado en nosotros en el Espíritu Santo?
5.5. ¿En qué forma mi oración tiene como consecuencia lógica el perdón y la atención generosa a las necesidades de los demás?
En un momento de oración leeré despacio el Padrenuestro y me detendré en aquella frase que más me llega buscando la forma concreta de vivirla. ¿Será que debo perdonar a alguien, será que debo estar más atento/a al diálogo con Dios?, ¿Será que debo acoger con más fe y alegría la voluntad de Dios?
P. Fidel Oñoro, cjm
Centro Bíblico del CELAM