Introducción
Nos acercamos al final de año litúrgico en el cual hemos seguido, cada domingo, el itinerario del evangelio de Lucas. En éste y en los próximos dos domingos, colocaremos nuestra mirada en la meta de nuestro caminar como discípulos y misioneros del Señor, vamos a fijar nuestros ojos en el cielo nuevo y en la tierra nueva que vendrán al final de los tiempos, en el pleno y definitivo encuentro con Jesús.
Por eso hoy, al asistir a la controversia entre Jesús y los saduceos, colocamos en primer plano nuestra esperanza en la Resurrección. No nacimos para morir sino para vivir. La ridiculización que los saduceos intentan hacer de la vida “más allá” de esta vida, le da ocasión a Jesús para afirmar con fuerza y con una gran destreza en el manejo de textos bíblicos aquello que la revelación va desvelando sólo poco a poco: hasta dónde es capaz de ir la fidelidad de Dios con nosotros.
La resurrección es nuestro destino de gloria, no es una simple trasposición de nuestras condiciones de vida actuales: es un verdadero y completo nacimiento a la vida gracias a la obra amorosa del Dios de la vida. En esta fe se alienta nuestra esperanza, encontramos fuerza a la hora de la tribulación y sentimos impulso para hacer todo lo posible de manera que la vida actual vaya en esa dirección.
1. El texto en su contexto
Hemos acompañado a Jesús en la subida a Jerusalén. Hoy el relato del evangelio nos sitúa en la ciudad santa, en la explanada del Templo, donde Jesús realiza su misión.
Al comienzo del evangelio, Jesús, al cumplir sus doce años, había impresionado en este mismo lugar a los maestros de la Ley, “escuchándolos y haciéndoles preguntas” (2,46). En ese entonces, “todos los que lo oían se admiraban de su inteligencia y de sus respuestas” (2,47).
Esto que había sido anticipado en la infancia de Jesús se realiza ahora plenamente, hasta el punto que al final del relato de hoy “algunos maestros de la Ley le dijeron: «Bien dicho, Maestro. Y ya no se atrevieron a hacerle más preguntas” (20,39-40).
Las preguntas y respuestas le van dando la dinámica al ministerio de Jesús en el Templo de Jerusalén (ver 20,2-3.4-5.8.15.17.21-22.24-25.33).
En este contexto, asistimos al último diálogo, o mejor “discusión”, de Jesús con sus adversarios. Los últimos de la serie son los saduceos.
“Acercándose algunos de los saduceos…” (20,27a). Por primera y única vez en el evangelio lucano aparecen los saduceos (después nada más en Hch 4,1; 5,17; 23,6.7.8). Sabemos de su existencia, pero no es común que aparezcan en los evangelios.
Éste era un grupo de tendencia conservadora, integrado por miembros de la clase política y socialmente dominante -a ellos pertenecía entre otros el alto clero de Jerusalén-, que basaba su doctrina exclusivamente en los libros del Pentateuco –al pie de la letra- y rechazaba la tradición oral predicada por los fariseos. Con relación a éstos últimos eran un partido opuesto en materia teológica y también en la manera de ver el poder.
Acerca de ellos el evangelista nos precisa: “Esos que sostienen que no hay resurrección” (20,27b). Y así debía ser, porque al menos en una ocasión en los Hechos de los Apóstoles los vemos participar en una trifulca por este tema (ver Hch 23,6-7). Ellos aparecen entonces como opositores de la fe en la resurrección, una doctrina que fue sostenida por Jesús (el Maestro había dicho “se te recompensará en la resurrección de los justos”, 14,14).
En general los judíos del tiempo de Jesús pensaban la resurrección como una prolongación y aumento indefinido de los goces de la vida terrena; si bien, como se ha dicho, los saduceos rechazaban tajantemente esta posibilidad. Para los griegos la misma idea de la resurrección era absurda, teniendo en cuenta que, para ellos, el cuerpo era una prisión del alma inmortal.
El evangelio de este día nos confronta con este tema, pero desde la nueva óptica de Jesús.
2. Leamos el texto
El texto tiene dos partes:
(1) La pregunta, en forma de absurdo, por parte de los saduceos acerca de la resurrección de los muertos (20,28-33).
(2) La respuesta de Jesús (20,34-38)
2.1. La pregunta por la resurrección (20,28-33)
Los saduceos abordan a Jesús enunciando en primer lugar la ley mosaica llamada “del levirato”: “Maestro, Moisés nos dejó escrito que si muere el hermano de alguno, que estaba casado y no tenía hijos, que su hermano tome a la mujer para dar descendencia a su hermano” (20,28)
La ley del levirato está basada en Dt 25,5-7 y está ilustrada en la historia de Tamar en Gn 38 y en el libro de Ruth: si un varón casado muere sin haber tenido hijos, su hermano debe tomar a la viuda y darle descendencia. Esta norma presupone que los hermanos viven juntos y tiene como finalidad asegurar la propiedad de la tierra (don de la alianza) en manos de la familia.
Jesús, abordado como “Maestro”. Los Maestros debían resolver puntos oscuros en la interpretación de la Ley. Por eso vemos cómo le plantean un caso que, si bien es remoto puede llegar a suceder.
Lo que buscan los saduceos al plantear el caso que sigue es poner en duda la vida futura en la resurrección.
“Eran siete hermanos…” (20,29-32). Aparece el número redondo “siete”. Esto nos recuerda otra historia que se encuentra en Tobías 3,8, donde a Sarra se le mueren siete maridos (pero no se dice que sean hermanos) y donde Tobías ejerce la ley del levirato (Tob 6,9-12; 7,12-13). Aquí parece inspirarse la historia de los saduceos, la cual –para esos tiempos- ya debía tener la forma de un cuento popular.
Vemos enseguida, evitando detalles excesivos, se cuenta que cada uno de los siete hermanos “toma” a la mujer como esposa. Éste parece ser un caso desesperado, en todos los casos el marido murió “sin hijos” (nótese cómo se repite la misma expresión al principio y al final). El fracaso es doblemente matrimonial y procreacional. Ninguno de los siete hermanos puede reclamar ser el marido “de hecho” en términos de haber engendrado de ella.
Finalmente muere la mujer. Así se cierra la historia.
La ley ha sido enunciada, el caso está planteado, viene ahora la pregunta problemática: “Ésta, pues, ¿de cuál de ellos será mujer en la resurrección? Porque los siete la tuvieron por mujer” (20,33). La pregunta burlona intenta ridiculizar la enseñanza de Jesús.
En otras palabras, en la resurrección ¿cuál es la situación de la mujer que ha tenido siete maridos? ¿Quién de ellos, si es que es alguno, de hecho, es su marido?
La primera respuesta sería que la poligamia es la única solución, pero una creencia de éstas no es admitida por el judaísmo en los tiempos de Jesús. Por lo tanto, esta opción expone a una posibilidad de inmoralidad que no puede sino ser falsa.
Es claro que la poligamia está descartada, entonces ¿a la suerte? ¿O el primero o el último? ¿O ninguno?
2.2. La respuesta de Jesús (20,34-38)
“Jesús les dijo” (20,34a). Jesús responde en dos partes:
(1) Jesús deshace las bases del argumento de los fariseos (20,34-36)
(2) Jesús reafirma la doctrina de la resurrección (20,37-38)
2.2.1. Jesús deshace las bases del argumento de los fariseos (20,34-36)
En primer lugar, vemos cómo Jesús cuestiona los fundamentos del caso enunciado, proclamando que en la resurrección las condiciones de vida son diferentes, que las relaciones humanas son vividas en nuevo nivel. Por tanto, en la resurrección, donde la vida es plena y permanente, las cuestiones relacionadas con el matrimonio y la procreación son irrelevantes ya que la relación básica es la de la filiación divina, quizás con la implicación de que los hombres y las mujeres se relacionan unos con otros como hermanos y hermanas.
(1) El contraste entre “este mundo” y el “mundo futuro”
En su exposición, Jesús comienza diciendo: “Los hijos de este mundo” (20,34b). Jesús establece el contraste entre las condiciones en esta vida y la futura. El status de aquellos que participarán en la resurrección es el de “hijos de Dios”. En cambio, los “hijos de este mundo” son los que pertenecen a este mundo (16,8).
Con la frase “toman mujer o marido” (se casan) el contraste queda más claro: en la resurrección no habrá matrimonios, el matrimonio es característico de “este mundo”.
Es posible que el texto original no se refiera solamente al hecho del matrimonio sino también al origen de la vida humana en la procreación y así deje entender que en la resurrección es innecesario el matrimonio puesto que allí no hay procreación humana sino plena vivencia del ser “hijos de Dios”.
(2) Un punto claro de contraste: “ya no se casarán”
“Pero los que alcancen a ser dignos de tener parte en aquel mundo” (20,35a). De esta manera Lucas muestra más claramente la diferencia entre la vida terrena y la vida después de la muerte: acentúa que no todos los hombres calificarán para la vida futura, ellos deben ser considerados “dignos”. ¿Qué es lo que hace a una persona digna? El tema no es tratado aquí, pero conocemos lo que dice el evangelio.
“Y en la resurrección de entre los muertos” (20,35b). La expresión resucitar de entre los muertos en el evangelio se refiere a Jesús (24,46 y Hch 4,2: “anunciaban en la persona de Jesús la resurrección de los muertos”). De resto, en el evangelio encontramos también una referencia a una hipotética resurrección Juan Bautista (Lc 9,7) y también el relato de la resurrección de Lázaro (16,30-31); pero el gran anuncio de los nuevos tiempos es que la resurrección como tal es la de Jesús.
Nuestra resurrección será en Jesús.
“Ni ellos tomarán mujer ni ellas marido…” (20,35c). Al participar en la resurrección la gente no establecerá relaciones matrimoniales. Esto significa que la relación matrimonial es trascendida en un nuevo nivel de relaciones interpersonales. El punto básico es que este matrimonio terreno está hecho para la procreación y esto ya no es necesario.
“Ni pueden ya morir, porque son como ángeles, y son hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección” (30,36).
El punto de comparación con los ángeles es la inmortalidad: la vida celestial es eterna.
(3) La plenitud de la filiación divina en la resurrección: “serán hijos de Dios por haber resucitado”
Pero ¿cómo es la vida eterna? Aquí el texto nos traslada a un nivel más alto de inmortalidad que para el evangelio es mucho más que vivir eternamente. La base está en el “ser hijos de la resurrección”. Ser “hijo de…” quiere decir “compartir la vida de…” (así como en el v.34: “hijos de este mundo”, son los que participan de la vida terrena); en nuestro caso: compartir la vida de Jesús resucitado.
El contenido aparece enseguida: se hacen “Hijos de Dios”. En otras palabras, la persona se hace definitivamente hija de Dios como resultado de la resurrección.
Por tanto, en una lectura cristiana entendemos que se trata de la participación en la resurrección de Jesús. Para comprender mejor esto podemos hacer un paralelo con el Salmo 2,7, el cual –según Hechos 13,2- se aplica a Jesús en cuanto Hijo de Dios por causa de la resurrección: “También nosotros os anunciamos la Buena Nueva de que la Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús, como está escrito en los Salmos: “Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy””.
De manera que la paternidad divina reemplaza los parentescos humanos.
En conclusión: Jesús enseña que la resurrección no es una simple continuación de la vida terrena. La resurrección nos hace “hijos de Dios”, participantes de la vida divina, y por tanto, libres de los vínculos que caracterizan la vida material de los “hijos de este mundo”. Al participar en la resurrección de Jesús, los discípulos participan en el misterio de la filiación divina. Esta no proviene de la generación carnal sino de la resurrección.
2.2.2. Jesús confirma el anuncio de la resurrección: hasta dónde es capaz de llegar la fidelidad del Dios salvador (20,37-38)
La objeción de los saduceos a la posibilidad de la vida resucitada ha sido mandada al piso, no tiene valor, puesto que asumen equivocadamente que las condiciones de la vida terrena permanecen en el mundo celestial. Esto da paso a un nuevo y positivo argumento a favor de la resurrección. Dicho argumento es analítico, lógico y bíblico.
Jesús hace una defensa positiva de la doctrina de la resurrección refiriéndose a la promesa de Dios a los patriarcas, la cual implica que Él sostiene las relaciones de alianza con ellos (y sus descendientes), y que la muerte no quiebra esta relacionalidad.
(1) En la revelación de la zarza ardiente
“Y que los muertos resucitan lo ha indicado también Moisés en lo de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios Isaac y el Dios de Jacob” (20,37).
Los saduceos dejaron entender que se basaban en la autoridad de Moisés. Pues bien ahora Jesús hace lo mismo, apelando directamente a la autoridad de Moisés nos dice que él también indicó el hecho de la resurrección: “lo ha indicado también Moisés…”.
En la zarza (ver Ex 3,6 y Hch 7,32) Moisés llamó al Señor “el Dios de…”, basado en el hecho de que Dios se le reveló en estos términos: “Yo soy el Dios de…”. Moisés entonces no hace sino hacer eco a la revelación cuando llama al “Señor” “el Dios de”… Lo interesante es que Moisés habla en presente, lo cual indica que Moisés todavía habla.
Lo que se lee en la cita es que, después de su muerte, Dios aún le habla a Moisés de sí mismo como el Dios de los Patriarcas, de acuerdo con la promesa hecha a ellos. Dios continúa dándoles el mismo tratamiento a sus descendientes.
Pero todavía hay más:
(a) Se entiende que el mismo Dios que liberó a los patriarcas de peligros durante su vida, Él mismo no se olvidaría de ellos a la hora de la muerte.
(b) Se entiende que Dios es aún el Dios de los patriarcas después de su muerte, y por tanto ellos deben estar vivos de alguna manera y/o pueden estar esperando que Él los levante de la muerte.
El último parece ser la idea en el siguiente versículo. Más que inmortalidad lo que implica el texto es la resurrección. El dualismo alma/cuerpo no es característico en el NT. Jesús y sus opositores aceptaron y admitieron el hecho de la muerte (lo cual implica el concepto del Sheol o lugar de los muertos), por eso sería inconsistente con las promesas de Dios para ellos dejar a los patriarcas allí. Por lo tanto: Dios levantará de la muerte a Abraham y sus descendientes porque Él no puede fallar en el cumplimiento de sus promesas, lo que le hizo ser su Dios.
(2) El Dios de la Alianza es el Dios vivo y de la vida
“No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para Él todos viven” (20,38).
Dios no puede ser el Dios de un pueblo muerto porque sólo un pueblo viviente puede tener un Dios. Por tanto, las promesas de Dios a los patriarcas y el compromiso de ser “su” Dios requiere que estén vivos.
La afirmación es clara: es un “Dios de vivos”. En coherencia con la explicación dada arriba acerca del “hijos de este mundo” e “hijos de la resurrección”, “Dios de vivos” quiere decir: cuya vida viene de Dios y por tanto no termina con la muerte. Esta convicción está fundamentada en la posterior afirmación, peculiar a Lc, de que todos los seres viven “para” Dios.
“Para él todos viven”. ¿Qué significa “vivir para Dios”? Hay un paralelo con Mc 7,18; 16,25 que dice que los mártires, como los patriarcas no mueren para Dios, sino que viven para Dios. Allí significa que aunque ellos pueden morir a los ojos de los hombres, no están muertos, sino vivos, porque Dios les da vida. Por tanto, todos los hombres (todos los que son dignos del tiempo venidero, incluyendo los patriarcas) reciben vida de Dios, de manera que como hombres vivientes puedan continuar a conocerlo como su Dios.
En fin…
Esta es la “vida eterna” que se alcanza por la vía de la “resurrección”.
3. Releamos el evangelio junto con un Padre de la Iglesia
Veamos en primer lugar la relectura que san Ireneo de Lión hace del v.38 y luego una de las joyas de las catequesis de san Cirilo de Jerusalén.
3.1. San Ireneo de Lión: “Dios vivo y de los vivos”
“Dios no es Dios de muertos sino de vivos. De hecho, «para él todos viven”» (Lc 20,38). Con estas palabras el Señor mostró que aquél que había hablado a Moisés en la zarza ardiente, declarando ser el Dios de los padres, es el Dios de los vivos. ¿Quién es el Dios de los vivos, sino el único Dios por encima del cual no hay otro? Fue a él a quien el profeta Daniel anunció, cuando Ciro –rey de los persas- le dijo: “¿Por qué no adoras a Bel?” (Dn 4,5); y Daniel respondió: “Yo adoro sólo al Señor mi Dios; Él es el Dios vivo” (Dn 14,25).
Aquél que era adorado por los profetas como Dios vivo, es el Dios de los vivos; y he aquí que también su Verbo, quien habló a los profetas, respondió a los saduceos, dio la resurrección y le manifestó a aquellos que eran ciegos dos verdades fundamentales: la resurrección y la vida de Dios.
Si Él, por tanto, no es el Dios de los muertos sino de los vivos, entonces aquellos padres de quien Él se proclamó Señor viven ciertamente en Él y no están muertos, “porque son hijos de la resurrección” (Lc 20,36).
El propio Señor es la resurrección, como Él mismo afirmó: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11,25)
(San Ireneo de Lión, en “Contra los herejes” IV 5,1-2)
3.2. San Cirilo de Jerusalén: «Hasta la naturaleza anuncia la resurrección”
“Un árbol abatido vuelve a florecer, y ¿el hombre abatido no reflorece?
Aquello que fue sembrado y cosechado es guardado en la era, ¿y el hombre arrancado de este mundo no será recogido en una era?
Los sarmientos de la vid y los ramos de los árboles, completamente cortados, una vez trasplantados reciben vida y dan fruto, y ¿el hombre, en función del cual existen las plantas, una vez enterrado jamás resucitará?
En términos de esfuerzo, ¿qué cuesta más? ¿modelar una estatua de la nada o volverla a hacer otra vez con la misma forma después de haberse quebrado? Dios, quien nos hizo de la nada, ¿no podrá hacer resurgir de nuevo a aquellos que existían y murieron? …Se siembra el trigo, por ejemplo, o cualquier género de semillas. Caído en tierra, comienza a pudrirse, como si muriese y se perdiera como alimento. Pero he aquí que aquella semilla podrida resurge con todo su verdor y, aunque que cayó pequeñita, resurge bellísima. El trigo fue hecho para nosotros. Fue para nuestro uso y no para sí mismo que el trigo y las semillas fueron creados.
Si las cosas que fueron creadas para nosotros reviven después de muertas, ¿no tendremos que resurgir nosotros, en función de quien ellas mismas viven?”
(San Cirilo de Jerusalén, Catequesis 18,5ss)
4. Cultivemos la semilla de la Palabra en la vida
4.1. ¿En qué contexto pronuncia Jesús la enseñanza de hoy?
4.2. ¿Quiénes eran los saduceos y por qué no creían en la resurrección de los muertos?
4.3. ¿Qué enseñaba la ley del levirato? ¿En qué parte de la Biblia se encuentra? ¿Por qué se enunció esa norma?
4.4. ¿La vida resucitada es igual a la vida terrena? ¿En qué se diferencian?
4.5. ¿En qué se basa la fe cristiana en la resurrección? ¿Qué enseña Jesús al respecto hoy? ¿Qué implica para mi vida presente?
4.6 ¿Cómo siento concretamente que puedo vivir, aún desde ya, la realidad de la resurrección?
4.7 ¿Cómo estoy manifestando en mi vida diaria que Dios me está conduciendo hacia la resurrección, es decir, que me está haciendo cada vez más “su hijo/a?
4.8 Algunos familiares y personas conocidas ya han dejado este mundo. ¿En qué hacemos consistir la certeza de que ellos «viven» en Dios?
P. Fidel Oñoro, cjm
Centro Bíblico Pastoral del CELAM