30 del Tiempo Ordinario
EL MANDAMIENTO MAYOR
Amar íntegramente, desde la unidad del corazón y con calidad
San Mateo 22, 34-40
Introducción
El itinerario seguido por los evangelios dominicales, en el evangelio de Mateo, donde se nos ha pedido que nos comprometamos y que le demos a Dios lo que le pertenece, nos conduce hoy hasta una pregunta fundamental: ¿Qué es lo que hay que hacer?
Un mandamiento dice qué es lo que Dios quiere que nosotros hagamos. El primero de todos los mandamientos dice lo que fundamentalmente Dios quiere que hagamos. Ese es el sentido de la pregunta del fariseo: “¿Cuál es el mandamiento mayor de la Ley?” (22,34). En otras palabras: “¿En qué debemos concentrar todas nuestras fuerzas de manera que nuestra vida esté en sintonía con el querer Dios? ¿Qué es lo que le puede dar sentido a nuestra vida e impulsarla hacia la eternidad?”.
1. El texto en su contexto
El texto
Leamos el pasaje de Mateo 22,34-40:
“34 Los fariseos, al enterarse de que [Jesús] había tapado la boca a los saduceos, se reunieron en grupo,
35 y uno de ellos le preguntó con ánimo de ponerle a prueba:
‘36 Maestro, ¿Cuál es el mandamiento mayor de la Ley?’
37 El le dijo: ‘Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente.
38 Este es el mayor y el primer mandamiento.
39 El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
40 De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas’”.
Contexto
Una serie de discusiones habían comenzado los adversarios con Jesús en 21,23, siempre en el ámbito del Templo. Este pasaje corresponde a la tercera polémica de Jesús con sus adversarios, quienes pretendían desprestigiarlo por medio de preguntas difíciles. Es con esa intención que ahora un fariseo, después de haberlo deliberado en grupo, se acerca a Jesús.
Como en el pasaje inmediatamente anterior, la pregunta que se le plantea a Jesús, tiene como punto de partida “la Ley” (ver 22,23-33: la polémica con los saduceos sobre la resurrección, a partir de la norma de Deuteronomio 25,5). Esta vez un fariseo pregunta por el mandamiento “mayor” de la Ley.
En los tiempos de Jesús, el celo por la Ley (además de una cierta manía), había catalogado 613 entre los mandamientos y prohibiciones de la Biblia. De tanto mandamiento la gente resultaba cansada y sedienta de sentido y de orientación para la vida: ¿Será que todos los mandamientos tienen la misma autoridad e importancia, o habría una jerarquía, un orden de importancia entre ellos?
Había muchas respuestas a esta pregunta. Los entendidos en Biblia se perdían en discusiones interminables y estériles, se dividían en escuelas, cada una defendiendo una solución, y nunca llegaban a un acuerdo.
En este pasaje se espera conocer cuál es el punto de vista de Jesús.
Estructura
La estructura del pasaje es simple. Tiene tres partes:
(1) Una breve introducción (22,34).
(2) La pregunta de los adversarios (22,35-36).
(3) La respuesta de Jesús (22,37-40).
El énfasis recae en la respuesta de Jesús. Su sumario de la Ley y los profetas recoge bien lo que él mismo ha hecho y dicho en su ministerio, a partir de la unión de dos mandatos de Dios que se vuelven uno solo.
2. Profundización
Veamos algunos elementos importantes dentro de este texto, para que luego los meditemos, oremos y contemplemos.
2.1. La introducción (22,34)
Un emisario de los fariseos llega donde Jesús. Antes ha habido un complot: “se reunieron en grupo”; se entiende que para planear la pregunta que se le haría a Jesús (22,34).
Quien se acerca a Jesús es un “legista” (término que no está en todas las traducciones), esto es, un maestro de la Ley, un experto en los textos de la Torah y sus aplicaciones a la vida cotidiana de los israelitas.
2.2. La pregunta (22,35-36)
Una mala intención de fondo
Llama a Jesús “Maestro”, un título que en boca de los adversarios suena ambiguo, puede ser un reconocimiento o una ironía. Quizás sea más lo segundo, puesto que Mateo nos dice que “le preguntó con ánimo de ponerlo a prueba” (22,35), es decir, con mala intención. El fariseo espera que Jesús responda de forma equivocada: o que ignore algún tema importante de la Ley o que denigre algunas normas; esto llevaría a Jesús a ponerse en contra de Dios.
El planteamiento
Sigue la pregunta, “¿Cuál es el mandamiento mayor de la Ley?” (22,36). La pregunta puede referirse a un mandamiento en particular dentro de toda la lista posible, pero también puede significar: ¿Qué tipo de mandamiento es el mayor en toda la Toráh? Con todo, la cuestión apunta hacia el “primero”, aquél del cual se derivan –como en una jerarquía de valores- todos los demás mandatos del código legal.
2.3. La respuesta (22,37-40)
Jesús responde:
“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente.
Este es el mayor y el primer mandamiento.
El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (22,37-39).
El amor a Dios
La primera tarea es amar a Dios con todas las fuerzas que tengamos. Las facultades que aquí se mencionan son:
(1) El corazón: la dimensión volitiva del hombre, su “querer”, sus “decisiones”.
(2) El alma: que en la antropología bíblica es la “fuerza vital”.
(3) La mente: la dimensión intelectiva, nuestra capacidad de representar el mundo.
Con ello se quiere decir que debemos emplear todas nuestras fuerzas, sin excepción, en el amor de Dios. La entrega a él y por él debe ser total, por eso a cada dimensión enunciada se le añade un “todo”.
El amor al prójimo
Jesús agrega: “El segundo (mandamiento) es semejante a éste: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (22,39).
En otras palabras, el amor que tenemos por nosotros mismos es el parámetro del amor que debemos tener por nuestros hermanos.
¿Cómo entender el amor por nosotros mismos? El amor por nosotros mismos no consiste en fuertes sentimientos y emociones, sino en la aceptación de nosotros mismos con todo lo que somos, lo que tenemos, lo que constituye nuestra personalidad, nuestras potencialidades y nuestras limitaciones. Cuando nos aceptamos a nosotros mismos le decimos “sí” al amor de Dios que nos ha creado, a ese amor que toma forma en nuestra persona.
El mandato dice que el amor al prójimo debe ser de la misma naturaleza del amor por nosotros mismos. Esto es, aceptamos al prójimo en su singularidad, lo reconocemos en su existencia como un “otro” amado y creado por Dios. En esta igualdad se reconoce también la singularidad del otro. Por eso el amor al prójimo es también un reconocimiento a la voluntad creadora de Dios y la relación con él un motivo de alabanza a Dios.
Una unificación osada
Jesús junta dos textos del Antiguo Testamento, más específicamente de la Torah:
(1) El de Deuteronomio 6,5, “Amarás al Señor tu Dios…”, y
(2) El de Levítico 19,18 que dice “Amarás al prójimo como a ti mismo”.
Estos dos mandamientos aparecen asociados de manera osada. Cuando Jesús dice que “el segundo es semejante al primero”, está diciendo que a pesar de ser distinto del primero, es igualmente importante y necesario. Recordemos que el primer mandamiento de la Ley de Dios dice “amar a Dios sobre todas las cosas”, pero no por encima de una persona. Resulta así indisociable la dimensión vertical (Dios) de la horizontal (el prójimo). Es como el corazón que tiene dos ventrículos, así es el amor cristiano: no puede separar el amor a Dios del amor al prójimo.
El hecho es que Jesús no se limita a señalar uno o dos mandamientos principales entre los demás. Si así fuera, se colocaría en el mismo nivel de pensamiento de sus adversarios. Jesús va más lejos al presentar a Dios y al prójimo como la raíz y la fuente de todo comportamiento ético.
El punto focal desde el cual brota todo el haz de luz de los mandamientos
Sin la perspectiva de fondo planteada por Jesús, la Ley de la Alianza se degrada en legalismo ciego y opresor: “De esos dos mandamientos depende toda la Ley y los Profetas”, concluye Jesús (22,40; como traduce correctamente el Padre Pedro Ortiz en el leccionario colombiano).
El punto entonces nos es la respuesta simplista del que el “amor” es lo más importante, sino ¿qué tipo de amor?
Este es el tipo de amor que Dios quiere de nosotros: el amor total por él y el amor –desde la dinámica interna del reconocimiento de su valor– del prójimo. Así es como nuestra vida alcanza su verdadero sentido, un sentido definitivo e indestructible.
3. Lancémonos a la meditación del texto en familia
El mensaje de este pasaje lo podemos traducir en un cuento que podemos compartir en familia (nos apoyamos en Teresa y Gilberto).
Una niña de dos años dejó caer su cadenita en la hierba del parque y, mientras la buscaba, ya se le notaban en su carita nubes de desilusión y de llanto. De repente, su hermanito de siete años, que estaba en el columpio, a pocos metros de distancia, se precipitó al piso, agarró la cadenita ahí en el punto exacto donde estaba escondida en medio de la hierba y se la puso a su hermanita.
Una sonrisa radiante se le notaba al niño. El gesto del hermanito fue un gesto de verdadero amor. Y no solamente porque había tratado a su hermanita con verdadero amor sino porque había obrado “con todo su corazón, con toda su alma y con toda su mente”.
Causalmente el día anterior este niño le había dicho a su abuelita que el y su hermanita habían nacido “de la misma barriga”, para más señas (los niños saben ser muy exactos!) de la barriga de la mamá.
Uno puede imaginar la conexión que el niño hizo en su cabecita. Lo que le había dicho a la abuela y su gesto aquél día en el parque: él actuó así porque su hermanita era la hija de la misma madre, venían de la misma barriga, “la amó como a sí mismo”.
Efectivamente:
(1) La amó con toda su mente: el niño estaba en su juego, pero en ese momento su atención total se dirigió hacia a ella, tanto es así que se tiró sobre la hierba bien concentrado como si la cadenita fuera a salir corriendo.
(2) La amó con toda su alma, o sea, con el deseo de hacerla feliz, de no dejarla llorar, ya que sus lágrimas le habrían roto el alma.
(3) La amó con todo su corazón, es decir, con la decisión más fuerte de su yo, a partir de un acto de libertad él escogió hacer algo por ella; habría podido ignorar todo y seguir jugando.
Pues bien, Dios quiere que lo tratemos así y no de forma abstracta. Quiere que lo amemos en la persona de los hermanos. El amor hacia los hermanos es “semejante” (o sea, de la misma calidad) al amor hacia Dios y no puede darse uno sin el otro.
Nuestro niño no obró por sentimentalismo, con bonitas declaraciones de amor (de esas que oímos el día del amor y la amistad, y al mes estamos de pelea). No basta decir: “mami yo te quiero mucho”. Precisamente porque obró así con su hermanita, la mamá fue amada y él experimentó la unidad de corazón, alma y mente.
El verdadero amor siempre unifica la vida. No se ama parcialmente. En la oración de Israel el amor debía ser con “todo”:
(1) No sólo la mente, porque nos pide que estemos atentos a él, que tengamos el pensamiento fijo en él (como cuando cantamos: “mi pensamiento eres tu Señor”).
(2) No sólo el alma, porque quiere que aspiremos a él, que lo deseemos como el verdadero sentido de nuestra vida.
(3) No sólo nuestro corazón, porque quiere que lo escojamos con libertad, que lo escojamos, que optemos por Él.
Con esa misma unidad interior debe darse el amor hacia el prójimo. Una acción de amor de este tipo es el sello de una verdadera familia: así es como se tratan los hijos del mismo padre.
Por eso los mandamientos son la alegría de nuestro corazón.
4. Releamos el evangelio con un Padre de la Iglesia
La caridad está por encima de todo. San Agustín se pregunta: ¿Qué hay de más caro que la caridad?
“Bien, hermanos míos, interróguense a sí mismos, toquen la puerta de su interioridad: vean y dense cuenta si tienen alguna caridad, y aumenten lo que encuentren. Estén atentos a un tesoro de estos, de manera que sean ricos por dentro.
Llamamos “caras” a aquellas cosas que tienen un precio elevado. Examinen su modo de hablar: ‘Esto es más caro que aquello’. ¿Qué quiere decir ‘más caro’ sino que es más precioso?
Si es caro aquello que es precioso, ¿habrá algo más caro que la propia caridad, mis hermanos? ¿Cuál consideramos que es su precio? ¿Dónde se encuentra su valor? El precio del trigo es tu moneda; el del campo, tu plata; el precio de la piedra preciosa, tu oro; ¡el precio de tu caridad eres tú! (…)
Si procuras un campo para comprar, buscas dentro de ti. Si quieres tener caridad, ¡búscate a ti y encuéntrate! ¿Por ventura tienes miedo de darte para no gastarte? Por el contrario: si no te das, te pierdes.
Es tu propia caridad que habla por boca de la sabiduría y que te dice algo para que no te asustes con lo que te fue dicho: Date a ti mismo. Si alguien te quisiera vender un campo, te diría: ‘Dame tu oro’; y quien te quiera vender cualquier otra cosa dirá: “Dame tu moneda, dame tu plata’.
Oye lo que te dice la caridad por la boca de la Sabiduría: ‘Hijo, dame tu corazón’… Sea para mí, y no se pierda para ti”.
(San Agustín, Sermón 34,7)
5. Para cultivar la semilla de la Palabra en el corazón:
5.1. ¿Quién ha sido capaz de amar a Dios y ofrecerse a él con esa entrega “total”? ¿Deseo hacerlo?
5.2. ¿Mi relación con Dios parte de lo más profundo de mi ser, de mi fuerza vital, o la siento como un peso, como una obligación una rutina? ¿Me mueve hacia él la fuerza del amor?
5.3. ¿Cuál es el parámetro de mis relaciones con los demás? ¿Qué debo hacer?
5.4. ¿Qué implicaciones tiene este evangelio para mi vida familiar, laboral, vecinos, amigos, desconocidos?
P. Fidel Oñoro, cjm
Centro Bíblico del CELAM