Señor, mi oficio es humilde. No tiene buena imagen ante la gente que llaman importante.
Pero es mi trabajo y yo lo amo porque me da el pan para mí y para los míos. Mi tarea y la de mis compañeros limpia cada día la cara de la ciudad. Sin nosotros todo sería suciedad y basura. Por eso, lo que hago cada día es necesario en la vida ciudadana. No soy un parásito ni un antisocial, aunque mis ropas no sean lujosas ni estén siempre limpias. Soy un miembro útil de la sociedad.
Pienso, Señor de mirada limpia, que tú quieres la limpieza en todo nuestro ser. No sólo en los cuerpos y en las calles. También y sobre todo, Señor, quieres nuestro corazón limpio. Y nuestras intenciones y sentimientos. Leo en tu evangelio: “La lámpara de tu cuerpo es tu ojo. Si el ojo es bueno el cuerpo ve; pero si es malo, el cuerpo anda ciego. Pero, ¿Qué pasará si la luz que tienen dentro se volvió oscuridad? ¿En qué oscuridad andarás?” (Mateo 6, 22-23).
Señor de los ojos claros, haz que tu imagen en mí sea cada día más nítida, de modo que quienes se acerquen a mi reconozcan algo de ti en mí. Porque sé que soy imagen de tu gloria. No quiero ni debo sentirme inferior a nadie aunque tenga títulos o dinero.
Mejor, dame el valor de la mujer Verónica para defender y limpiar tu rostro afeado en muchos hermanos míos marginados de modo que ningún ser humano se vea reducido a la condición de <<desechable>>.
Al terminar este rato junto a ti, Señor, con mucha alegría oigo lo que dijo Ireneo, un cristiano santo y sabio del siglo II: La gloria de Dios es el hombre viviente.
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