7. SÉPTIMA PALABRA: PADRE, EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU (LUCAS 23: 45).
LA PALABRA REVELADORA
La entrada en el mundo espiritual es siempre un misterio que sobrecoge el ánimo. Por esto, todos miramos con prevención, sino con horror, el momento inevitable de la muerte. Estamos tan acostumbrados a un mundo de leyes tangibles que conocemos, al cual nos hemos acostumbrado, que a casi todo el mundo causa un sentimiento de espanto entrar en las regiones de lo desconocido, de la muerte.
Esta prevención y temor no podía existir en el divino Hijo, en el Verbo encarnado; sin embargo, le oímos exclamar: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.» ¿Por qué?
Podemos imaginarnos el Calvario como un lugar trágico, no sólo por la multitud insolente pronunciando gritos, blasfemias y burlas; esta situación ya había terminado.
Las tinieblas habían hecho desfilar a los burladores, y hay silencio en el Calvario por espacio de tres horas; sin embargo, continúa siendo aquel un lugar terrible, pues permitidme contestar la pregunta con otras preguntas: ¿Quién había movido aquellos labios escarnecedores? ¿Quién había levantado aquel enojo insolente? ¿Quién había inspirado las blasfemias? El enemigo de Dios y de los hombres había puesto en juego todos sus recursos espirituales para dar lugar a aquella victoria contra el Hijo de Dios encarnado; aquella victoria que fue su mayor derrota. El diablo y sus huestes, que parecen haberse manifestado de un modo especial en Palestina durante el ministerio público de Cristo, habían llegado al colmo de su actividad y al pináculo de su culpa en la tragedia del Calvario.
Ahora bien, el Redentor, hecho hombre, reducido a la condición de hombre, por su voluntaria kenosis, va a entrar en el mundo espiritual; va a subir al cielo pasando a través del Infierno, en el mismo Calvario y probablemente un poco más tarde, de un modo literal, si hemos de interpretar textualmente a Pedro 3:19.
Cristo no teme aquella parte espiritual de su tragedia, no teme más que una cosa: estar separado de Dios. Ahora se muestra tranquilo y confiado.
«Aunque andaré en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno.» (Salmo 23:4.) Si esto podía decir un pobre pecador, el salmista David, mucho más el Salvador perfecto; por esto le oímos exclamar: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.» Aquel que nos habló del mendigo Lázaro como llevado por los ángeles cuando dio su último suspiro, no dejaría de tener una cohorte de seres celestiales cuando, cumplida su misión y su obra redentora, sobre la tierra, se disponía a entrar por las puertas eternas (aquellas puertas de las cuales leemos en el salmo 24, y en Apocalipsis 21:12-13). No quiso tenerla en Getsemaní (Mateo 26:54-54), pero ahora la protección del Padre no sería ningún impedimento a su obra redentora ya consumada.
¡Cuan alentados deberían quedar sus fieles amigos que no le abandonaron ni aun en aquellas horas de creciente oscuridad física! Sabían que si ellos no podían ya apenas verle, y mucho menos ayudarle, los cielos estaban espiritualmente abiertos para protegerle y llevarle en triunfo a la región celestial.
La experiencia del Salvador como hombre ha de ser la nuestra también de un modo inevitable; todos hemos de pasar por este sombrío valle.
¿Cuándo?, ¿cómo? No lo sabemos, pero ha de venir dentro de pocos años. ¿Podremos dirigirnos entonces a Dios del mismo modo que nuestro Salvador lo hizo? Si El es nuestro Padre, ¡podremos! La gran cuestión para nosotros es: ¿Qué debo hacer para que lo sea? Tenemos la respuesta en Juan 1:12 y Efesios 1:5.
La muerte redentora de Cristo es la garantía de que podremos terminar nuestros días con la misma confianza que El, si le hemos aceptado como nuestro Salvador y Señor. Solamente entonces podremos decir con gozo: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! Llévalo como quieras y donde quieras, por este universo misterioso, insondable, invisible, donde hay enemigos poderosos no sujetos aún; pero en el cual Tú reinas porque eres el Creador y Señor Todopoderoso. ¿Podremos decir esto cuando la hora llegue, enfrentarnos con una realidad tan misteriosa y desconocida sin temor alguno?
Podremos, ¡sí!, aunque no seamos, como El era, su Unigénito, podremos como hijos adoptivos. Ved cómo Esteban, que no era más que un creyente como nosotros, pudo imitarle en dos de sus palabras de la cruz. Sigamos su ejemplo y se cumplirá en nosotros, como se cumplió en Esteban, la promesa de Cristo: «No se turbe vuestro corazón….» «Voy a preparar lugar para vosotros». Y a aquel lugar iremos por su gracia, para verle y estar con El «muchísimo mejor» (Filipenses 1:23) por siglos de siglos.
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