San Juan (8,1-11) nos presenta a Jesús en Jerusalén que para él es también lugar de manifestación, lugar en el que se revela como Hijo de Dios, como el Mesías de Dios que viene a salvar.
Jesús se revela así mismo a través de sus palabras que son enseñanzas venidas de Dios y los signos que ha ido realizando. No hay razones reales para dudar que Él sea el Hijo de Dios y por más que sus enemigos se obstinen sus acciones, Juan Bautista, la voz del Padre, los signos, hablarán en su nombre y manifestarán su divinidad. Los enemigos de Jesús por más pruebas que le pongan nunca tendrán razón y por eso estarán, constantemente, tratando de convencer a sus paisanos, con argumentos cargados de odio, de resentimiento y sed de venganza, que Jesús es un obstáculo para la vivencia de la fe que ciertos grupos religiosos plantean y son diferentes a los de Jesús que es la verdad y que viene del Padre.
Hoy los escribas y fariseos le llevan una mujer sorprendida en adulterio para saber él qué pensaba y si encontraban razones para acusarlo.
Condenarla, es decir, matarla apedreada o que siga su camino. El riesgo era cumplir o no la ley lo que podría evidenciar lo que los judíos esperaban se hiciera evidente. Los que llevan a condenar a la mujer salen condenados, los que tenían piedras en sus manos salieron, de alguna manera, apedreados ellos mismos por el peso de sus pecados. Aquí el tema no es si es o no culpable sino el que cómo exigimos lo que damos, condenamos sin mirar nuestro propio pecado. Y conclusión el pecado nos margina, nos aleja de Jesús sino lo aceptamos de corazón. El pecado nos acobarda de tal manera que nos hace escapar del amor.
Jesús no ha venido a condenar sino a que por medio de él el mundo se salve.
Y esta mujer no es la excepción, la misericordia de Dios es para todos. No hay pecado que quede fuera de la misericordia de Dios, de su amor y mucho más cuando es la ley la que hace pecadores a las personas. Que el encuentro con Jesús sea para nosotros la fuerza que necesitamos para no pecar más, que su amor nos llene de tal manera que transformemos la vida y desde la experiencia de haber sido rescatados por el amor seamos uno con Jesús. Él cambia nuestra manera de relacionarnos con los demás, alejará de nosotros el deseo de juzgar y condenar al otro solo por el hecho de que la otra persona es también mirada con amor por Dios que le perdona de la misma manera que a nosotros nos ha perdonado.
Condenar a otros nunca resolverá los problemas, el pecado que llevamos dentro.
El pecado de la otra persona para muchos se convierte en un espejo sobre el cual nos miramos. El que sorprendamos a alguien en pecado no nos hace menos pecadores. Seamos compasivo y misericordiosos y dejemos que Dios lo siga siendo a través de nosotros.
Con mi bendición.
P. Jaime Alberto Palacio González, ocd.
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Fuente: P. Jaime Palacio
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