La fe debe romper las propias limitaciones.
Mis queridos amigos de santa Teresita, de san José, del Carmen de La Habana, del Carmelo de Quito y de tantas partes del mundo. Hemos llegado a la última semana de este mes de junio y pidámosle a Dios que nos conceda poder vivirla en la fe y en la esperanza sabiendo que si nos acercamos a Él es porque Él ya se ha acercado a nosotros; ha venido a nuestro encuentro y quiere ayudarnos en nuestras necesidades. Dios quiere que nos atrevamos a suplicarle, a tocarle y sobre todo a amarle.
Inspirados por el texto de san Marcos (5,21-43) sigamos profundizando sobre la fe y comencemos diciendo que por la fe nosotros creemos en una vida que no termina con la muerte; que la muerte que es solo un paso a la eternidad y que la eternidad se vive en Dios. La eternidad jamás la hemos perdido, en ella siempre hemos existido.
Somos imagen y semejanza de Dios, somos eternos: Él nos habita y nosotros habitamos en Él. El cielo es el lugar del corazón, el lugar de Dios. ¡Y todos tenemos corazón!
Esto no quita que la muerte siga siendo una realidad, nos lo dice el libro de la Sabiduría, en aquellos que han dejado de habitar en Dios, en el que Dios ha dejado de ser el referente y en centro de su vida, en aquellos que le ignoran a conciencia y abiertamente deciden no amarlo. “la experimentan aquellos que pertenecen al Diablo” (Sb.2, 24)
La niña que nos presenta el Evangelio ha muerto y la mujer que está enferma, es impura y por lo tanto se considera muerta a la vida religiosa, cultual, afectiva y familiar. Dos personas con una única “desgracia”: han muerto. Una a la vida y otra a la esperanza. Ya todo lo habían intentado, les faltaba Jesús, ir a Dios confiadamente; pedirle a Dios desde la súplica, desde el silencio, desde el acercarse, desde el tocar. Ir a Dios, buscar a Dios que en Jesús se ha manifestado como Dios de amor, de ternura, de bondad, pero sobre todo de vida, de salud y de paz.
Por la niña intercede su padre, por la mujer intercede ella misma. La niña bien acompañada, la mujer sola. Contrastes llenos de dolor pero al mismo tiempo llenos de fe y de esperanza. Jesús sanará a mi hija, es la certeza que tiene el papá; Jesús es el que puede sanarme, piensa la mujer enferma. Y los milagros suceden, cuando nadie los espera. Suceden silenciosamente como en el caso de la mujer o para maravilla de todos, como en el caso de la niña. Jesús sana, Jesús da la vida.
Jesús es la luz, es vida, es salud. En la fe hay que romper los propios paradigmas, los propios límites. En la fe no hay lógica, no es la razón sino el amor, la certeza, la convicción profunda que en Dios todo se puede, lo que nos lleva a movernos, a acercarnos.
La certeza de que Dios todo lo puede nos lleva a tocar, a gritar, a suplicar, pero también nos tiene que llevar a esperar y a aceptar que suceda o no el milagro que esperamos, sucede siempre lo mejor. Dios quiere lo mejor, Dios nos ama como nadie y ese amor me hace comprender que no siempre lo que pido, lo que anhelo, lo que quiero, es para bien o no se me enseña que no es necesario, tan necesario, que suceda. En Dios confiamos y en Él nuestra fe.
El obstáculo para que las cosas no sucedan no puedo seguir siendo yo mismo que pido sin creer, que pido sin esperar. Yo no puedo pedir por si acaso, por si ocurre, por si se me da; tengo que pedir porque no hay vino, porque está grave la niña, porque he gastado toda la fortuna esperando sanación. Tengo que pedir porque ya los límites de la lógica humana se han agotado y porque sé que lo que sigue o no sigue está en Dios y será para mi propia bendición.
Y que Dios nos conceda vernos libres de las tinieblas del error y permanecer vigilantes.
Con mi bendición:
P. Jaime Alberto Palacio González, ocd