Poseemos el Espíritu, la forma, el rostro, la bondad y la grandeza de Dios.
Mis queridos amigos de santa Teresita, de san José, del Carmen de La Habana, del Carmelo de Quito y de tantas partes del mundo. Mi saludo y los mejores deseos para la semana que comenzamos y sobre todo la invitación a la toma de conciencia de la propia dignidad para que siempre demos lo mejor de cada uno a los demás. Dios que nos habita sea compartido desde el corazón. Los invito a cimentar la vida desde la experiencia de Dios.
Cimentar la vida desde Jesús, construirse y construir desde Jesús. Tenemos la fe y ese deseo infinito que nace del corazón de ser mejores. Tenemos ganas, muchas ganas de un mundo mejor, más justo. Tenemos la experiencia del resucitado y sobre todo el don de la vida que es el Espíritu de Dios. Tenemos fuerza, ganas, aire, vida y por eso mismo es que no puede, no debe ser tan difícil la vida verdaderamente cristiana, al estilo de Jesús y viviendo el mandato por el cual debemos ser reconocidos como sus discípulos: el amor.
Y es que todos tenemos algo especial, algo que nos hace grandes y dignos: tenemos el Espíritu de Dios. Es decir, tenemos la vida de Dios. Dios existe en nuestra existencia; Dios echa cimientos desde nuestra existencia. Dios está en lo íntimo y debe fluir, debemos dejarlo fluir. Si nos serenamos y adentramos en nuestro propio misterio e intimidad nos daremos cuenta que el Espíritu de Dios inspira, sopla, motiva. Pero hay que adentrarse, orar. Sentir el silbido susurrante de Dios que nos envía por el mundo a transformar las realidades de mal y de injusticia. Dios es amor, es Espíritu y vida.
Somos lugares, templos de Dios y no lo somos de manera simbólica sino real porque poseemos el Espíritu, la forma, el rostro, la bondad y la grandeza de Dios. El templo de Dios es santo. Él lo ha consagrado para su morada, para estar en medio de la humanidad. Dios es para todos y está en todos. Se ha hecho presencia y don. Realidad y regalo. ¿Qué nos falta? Tomar conciencia que somos más, mucho más. Que somos lo que aspiramos de bien, que somos cielo y eternidad para muchas personas. Tomar conciencia de la propia grandeza y dignidad. Somos templos de Dios. (Cfr. 1Cor. 3, 9-17)
Puede ser que la falta de conciencia de la propia dignidad nos haya llevado a situaciones de pecado con el que hemos querido reafirmar muchas realidades que nacen de los miedos, de las envidias, de los complejos. Esas ansias de protagonismo, de poder, de acaparar que han llevado a destruir y destruirnos son las cosas que van acabando la dimensión divina de la creación, de nosotros, de los hermanos. Ese no hacerse responsable de la suerte de los demás y no querer asumir sus sufrimientos es lo que siento yo que destruye el templo de Dios. Recordemos que el hambre, la sed, la migración y hasta el pecado de muchos hermanos nuestros, si los miramos más allá de la propia apariencia son sufrimientos de Jesús porque también ellos son templos y presencia de Dios (Cfr. Mt. 25, 31 ss.)
Dios nos habita, somos hermosos y esta belleza debe resplandece en la paz, la alegría y sobre todo en las obras de bien que hacemos. Se pueden acabar los templos materiales, hechuras de manos humanas, pero no podemos destruir la grandeza y la dignidad de los otros templos, de nosotros. Sea quien fuere, del lugar que fuere y del pensamiento que tuviere cada uno es presencia de Dios. Cambiemos la mirada frente a los demás y nos daremos cuenta de la grandeza que poseen y de desde allí relacionémonos para que juntos construyamos este cuerpo que es la Iglesia, esposa de Cristo que resplandece como faro de luz en cada corazón que se sabe lleno de Dios.
Con mi bendición:
P. Jaime Alberto Palacio González, ocd