Lo más importante sigue siendo amar.
Mis queridos amigos de santa Teresita, de san José, del Carmen de La Habana, del Carmelo de Quito, Carmelitas Cúcuta y de tantas partes del mundo. Mi saludo con los mejores deseos de paz y bien. Dios nos regale la fuerza del amor para comprender que con empeño y sacrificio podremos amar de la misma manera que Él nos amó y que en su Hijo nos quedó demostrado.
Amar a Dios y al prójimo como a nosotros mismos supone una tarea personal de búsqueda, de superación, de aceptación y de reconocimiento no solo de los propios límites sino también de la propia grandeza y más aún de don que nos desborda, el que llevamos dentro: Dios creador que nos hizo a su imagen y semejanza, que nos habita y que con su Espíritu nos ayuda a dar lo mejor del amor que tenemos para darnos y dar.
El Evangelio de Mt. 22, 34-40 responde a la pregunta sobre el más importante de los mandamientos, cuál es el mayor en una escala donde el cumplimiento de la ley aparece como fundamental, como signo de pertenencia a un pueblo, a una manera de ser y de vivir la fidelidad.
La respuesta a la pregunta que le hacen a Jesús es fundamental porque sobre esa respuesta se puede construir una nueva cultura religiosa, una nueva forma de relacionarse con Dios y con los demás.
La religión que es cultura e identidad del pueblo judío se llenó de normas y preceptos, la vida estaba reglada de tal manera que todo era importante pero lo esencial, lo que les daba paz y alegría, lo que los podría llevar a una experiencia de vida fundada en Dios amador, se había perdido. ¿Qué era lo importante? Y la respuesta es una: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo.
Tener claro cuál es el mandamiento más importante seguramente nos ayude a salir de la frustración de no poder vivir en su totalidad lo mandado por la ley o a la imposibilidad que tenemos muchos de obedecer a todo aquello que la ley ordena.
Aprender a discernir entre lo urgente y lo importante es fundamental en la vida, incluyendo la vida de fe.
Si queremos alcanzar la plenitud en la vivencia de la voluntad de Dios debemos partir siempre del amor a Dios que será luego fuerza y razón de ser en la entrega a los demás. Amar a Dios, amar por Dios. Eso es salir de sí, ser capaz de entregar la vida ya que la vida es un don recibido para dar. Amar a los demás debe ser consecuencia de amor personal sanado y redimido que nos lleve a pensar y a entender que los otros son regalo de Dios y posibilidad de hacer el bien.
Con mi bendición:
P. Jaime Alberto Palacio González, ocd.
Fuente: P. Jaime Palacio
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