3. TERCERA PALABRA: MUJER, HE AQUÍ TU HIJO; JUAN HE AHÍ TU MADRE (JUAN 19:26-27).
LA PALABRA CUIDADOSA
La vida cristiana no es sólo un continuo pensar y hablar del cielo. Allá están, sí, nuestros principales intereses; pero precisamente porque es así y allá nos dirigimos, debemos, en tanto, atender bien nuestros deberes de la tierra. Jesús, como hijo humano de una dolorida mujer que se hallaba al pie de la cruz, tenía deberes humanos y los atendió cuidadosamente encomendando a aquella buena y amante madre al discípulo amado.
Su resignada pero dolorida madre lo necesitaba. La más favorecida de todas las mujeres fue también la más afligida. «Una espada traspasará tu alma», le dijo Simeón, y en estos momentos, la espada estaba clavada en su alma. Hasta qué punto era atenuado su dolor por la esperanza, no lo sabemos. El, que procuró poner la esperanza de la resurrección en los corazones de sus discípulos siempre que hablaba de su muerte, ¿no lo habría hecho también con su amante madre? Es muy probable. Y la bendita virgen creía. Una manifestación de esta fe era hallarse casi sola junto a la cruz, mirando con ojos compungidos y agradecidos los sufrimientos de su amado Hijo.
¡Habría tantas miradas de odio, de incomprensión, de venganza, que bien oportunas y consoladoras eran aquellas miradas de simpatía y de amor de algunas fieles mujeres y del apóstol Juan!
Sin embargo, su fe estaba pasando una severa prueba. Recordemos que el más creyente de todos, el apóstol Pedro dijo: «Señor, ten compasión de Ti.» ¿Era muy difícil explicarse por qué el que había venido para reinar sobre el trono de David, como le dijo el ángel, tenía que sufrir de aquella manera?
Recordemos que algún tiempo antes, la misma virgen había estado buscando a Jesucristo porque decían sus parientes: «está fuera de sí.» No, la bendita virgen no creía que estuviera fuera de sí en el sentido literal, como quizá creían los otros, sino fuera de sí de generosidad, de amor, de celo Y ahora, el exceso ha llegado a la cumbre, dejarse crucificar…. Aquel que tenía tanto poder, ¿no sería un exceso de bondad?
¿Quién podría consolar a la bendita virgen en aquellas circunstancias?
¿Y quién podría mostrarle y recordarle el admirable plan de salvación de Dios? ¿Quién podría gozarse con ella cuando la mañana de la resurrección viniera a iluminar sus vidas? ¿y quién podría consolarla otra vez cuando el misterio de la ascensión lo arrebatara de nuevo de sus manos?
Había un discípulo que había calado más hondo que ninguno en la doctrina del Evangelio. Lo prueba el Evangelio que escribió muchos años más tarde. Ningún otro refiere la conversación con Nicodemo. A este discípulo confía Jesús su madre. Había parientes más cercanos…. Por esto Jesús une a aquellas dos almas piadosas en un lazo de obligación filial.
Con ello Jesús nos enseña a pensar en la tierra a la vez que en el cielo, en los deberes para con nuestros prójimos, empezando con nuestros familiares con quienes la Providencia nos ha unido de un modo más íntimo, y en nuestros deberes para con todos los seres humanos, pues a todos ellos nos debemos. Las necesidades de los demás deben preocuparnos en todos los momentos de nuestra vida, mientras Dios nos tiene sobre la tierra, ya que nuestra vida como redimidos es un tiempo de prueba y como dice el mismo Señor: «El que en lo poco es fiel, también en lo demás es fiel» (Lucas 16:11-12).
No debemos, pues, desentendernos de este mundo, sino ser fieles en las cosas de este siglo, en los deberes y oportunidades que El nos da acá abajo para hacer el bien, a fin de que podamos ser hallados dignos de cumplir mayores responsabilidades allá arriba.
Más reflexiones de la Semana Mayor