DISCURSO DEL SANTO PADRE
Concatedral de San Esteban, Budapest
Viernes, 28 de abril de 2023
Queridos hermanos obispos, sacerdotes y diáconos, consagradas, consagrados y seminaristas,
queridos agentes pastorales, hermanos y hermanas,
dicsértessék a Jézus Krisztus! [laudetur Jesus Christus!]
Me alegra estar de nuevo aquí, después de haber compartido con ustedes el 52º Congreso Eucarístico Internacional. Fue un momento de mucha gracia, y estoy seguro de que sus frutos espirituales los siguen acompañando. Agradezco a Mons. Veres el saludo que me ha dirigido y por haber recogido el deseo de los católicos de Hungría en las siguientes palabras: “En este mundo cambiante queremos testimoniar que Cristo es nuestro futuro”. Cristo, no “el futuro es Cristo”, no, Cristo es nuestro futuro.
No cambiar las cosas.
Esta es una de las exigencias más importantes para nosotros: interpretar los cambios y las transformaciones de nuestro tiempo, tratando de afrontar los desafíos pastorales de la mejor manera posible. Con Cristo y en Cristo. Nada fuera del Señor, nada lejos del Señor.
Pero esto es posible mirando a Cristo como nuestro futuro. Él es «el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que vendrá, el Todopoderoso» (Ap 1,8), el principio y el fin, el fundamento y la meta última de la historia de la humanidad. Contemplando en este tiempo pascual su gloria, la de Aquel que es «el Primero y el Último» (Ap 1,17), podemos mirar las tormentas que a veces azotan nuestro mundo, los cambios rápidos y continuos de la sociedad y la misma crisis de fe en Occidente con una mirada que no cede a la resignación y que no pierde de vista la centralidad de la Pascua: Cristo resucitado, centro de la historia, es el futuro.
Nuestra vida, aunque marcada por la fragilidad, está puesta firmemente en sus manos.
Si olvidamos esto, también nosotros, pastores y laicos, buscaremos medios e instrumentos humanos para defendernos del mundo, encerrándonos en nuestros confortables y tranquilos oasis religiosos; o, por el contrario, nos adaptaremos a los vientos cambiantes de la mundanidad y, entonces, nuestro cristianismo perderá vigor y dejaremos de ser sal de la tierra. Volver a Cristo, que es el futuro, para no caer en los vientos cambiantes de la mundanidad, que es lo peor que le puede pasar a la Iglesia: una Iglesia mundana.
Estas son, pues, las dos interpretaciones —diría yo, las dos tentaciones— de las que siempre debemos cuidarnos como Iglesia. Primero, una lectura catastrofista de la historia presente, que se alimenta del derrotismo de quienes repiten que todo está perdido, que ya no existen los valores del pasado, que no sabemos dónde iremos a parar. Es hermoso que el Rvdo. Sándor haya expresado su gratitud a Dios, que lo ha “liberado del derrotismo”. ¿Y qué es lo que ha hecho en su vida, una gran catedral? No, una pequeña iglesia de emergencia, de campaña.
Pero la ha hecho, no se ha dejado vencer.
Gracias hermano. Y luego, está el otro riesgo, el de la lectura ingenua de la propia época, que en cambio se basa en la comodidad del conformismo y nos hace creer que al fin de cuentas todo está bien, que el mundo ha cambiado y debemos adaptarnos —sin discernimiento, esto es feo—. Así, contra el derrotismo catastrofista y el conformismo mundano, el Evangelio nos da ojos nuevos, nos da la gracia del discernimiento para entrar en nuestro tiempo con actitud de acogida, pero también con espíritu de profecía. Por tanto, con acogida abierta a la profecía. No me gusta usar el adjetivo “profético”, se usa demasiado. El sustantivo: profecía. Estamos viviendo una crisis de sustantivos y acudimos con demasiada frecuencia a los adjetivos. No: profecía. Espíritu, actitud de acogida, de apertura y con la profecía en el corazón.
A este respecto, quisiera detenerme brevemente en una imagen utilizada por Jesús: la de la higuera (cf. Mc 13,28-29). Nos la ofrece en el contexto del Templo de Jerusalén.
A los que se quedaban admirando sus hermosas piedras y vivían así una especie de conformismo mundano, poniendo su seguridad en el espacio sagrado y en su solemne grandeza, Jesús les dice que no hay que absolutizar nada en esta tierra, porque todo es precario y no quedará piedra sobre piedra —estamos leyendo en estos días en el Oficio divino el libro del Apocalipsis, en el que se nos hace ver que no quedará piedra sobre piedra—. Pero, al mismo tiempo, el Señor no quiere inducir al desánimo ni al miedo; y por eso añade: cuando todo pase, cuando se derrumben los templos humanos, sucedan cosas terribles y haya persecuciones violentas, entonces «se verá al Hijo del hombre venir sobre las nubes, lleno de poder y de gloria» (v. 26).
Y es aquí cuando nos invita a mirar a la higuera: «Aprendan esta comparación, tomada de la higuera: cuando sus ramas se hacen flexibles y brotan las hojas, ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano. Así también, cuando vean que suceden todas estas cosas, sepan que el fin está cerca, a la puerta» (vv. 28-29). Por consiguiente, estamos llamados a acoger como una planta fecunda el tiempo en que vivimos, con sus cambios y sus desafíos, porque a través de todo esto —dice el Evangelio— el Señor se acerca. Y mientras tanto, estamos llamados a cultivar la época que nos ha tocado, a leerla, a sembrar el Evangelio, a podar las ramas secas del mal, a dar fruto.
Estamos llamados a una acogida con profecía.
La acogida con profecía supone aprender a reconocer los signos de la presencia de Dios en la realidad, incluso allí donde no aparece explícitamente marcada por el espíritu cristiano y nos sale al encuentro con ese carácter que nos provoca y nos interpela. Y, al mismo tiempo, se trata de interpretarlo todo a la luz del Evangelio, sin mundanizarse —estén atentos—, sino como anunciadores y testigos de la profecía cristiana. Estén atentos al proceso de mundanización.
Caer en la mundanidad es probablemente lo peor que le puede suceder a la comunidad cristiana.
Vemos que también en este país, donde la tradición de fe permanece firmemente arraigada, presenciamos la difusión del secularismo y de cuanto lo acompaña, que a menudo amenaza la integridad y la belleza de la familia, expone a los jóvenes a modelos de vida marcados por el materialismo y el hedonismo, y polariza el debate sobre las nuevas cuestiones y los nuevos desafíos. Y entonces la tentación puede ser la de volverse rígidos, la de encerrarse y la de adoptar una actitud de “combatientes”. Pero tales realidades pueden representar oportunidades para nosotros los cristianos, porque estimulan la fe y la profundización de algunos temas; nos invitan a preguntarnos cómo estos desafíos pueden entrar en diálogo con el Evangelio, a buscar nuevos caminos, instrumentos y lenguajes.
En este sentido, Benedicto XVI afirmó que las distintas épocas de secularización vienen en ayuda de la Iglesia porque «han contribuido de modo esencial a su purificación y reforma interior. En efecto, las secularizaciones […] han significado siempre una profunda liberación de la Iglesia de formas mundanas» (Encuentro con los católicos comprometidos en la Iglesia y la sociedad, Friburgo de Brisgovia, 25 septiembre 2011).
Ante cualquier tipo de secularización hay un desafío y una invitación a purificar la Iglesia de cualquier forma de mundanidad.
Volvamos a esta palabra, que es lo peor: caer en la mundanidad es lo peor que nos puede pasar. Es un paganismo “blando”, es un paganismo que no nos quita la paz, ¿por qué?, ¿porque es bueno? No, porque tú estás anestesiado.
El compromiso de entrar en diálogo con las situaciones de hoy exige que la Comunidad cristiana esté presente y dé testimonio, que sea capaz de escuchar las preguntas y los retos sin miedo ni rigidez. Y esto no es fácil en la situación actual, porque tampoco faltan las dificultades internas. En particular, quisiera destacar la sobrecarga de trabajo de los sacerdotes. En efecto, por una parte, las exigencias de la vida parroquial y pastoral son numerosas, pero, por otra, las vocaciones disminuyen y los sacerdotes son pocos, a menudo de edad avanzada y presenta algunos signos de cansancio.
Se trata de una condición común a muchas realidades europeas, respecto a la cual es importante que todos —pastores y laicos— se sientan corresponsables; ante todo en la oración, porque las respuestas vienen del Señor y no del mundo; del Sagrario y no del ordenador. Y luego, en la pasión por la pastoral vocacional, buscando el modo de ofrecer con entusiasmo a los jóvenes la fascinación de seguir a Jesús también en la especial consagración.
Es hermoso lo que nos contó la hermana Krisztina.
Aunque su vocación fue difícil. Porque para llegar a ser dominica fue ayudada primero por un sacerdote franciscano, después por los jesuitas con los ejercicios, y al final fue dominica. Muy bien. Has hecho un hermoso recorrido. Y es lindo lo que nos ha contado acerca de su “discutir con Jesús”, sobre por qué precisamente la había llamado a ella —quería que llamara a sus hermanas, no a ella—. ¡Se necesita quien escuche y ayude a discutir bien con el Señor! Y, más en general, es necesario comenzar una reflexión eclesial —sinodal, que debemos hacer todos juntos— para actualizar la vida pastoral, sin conformarse con repetir el pasado y sin tener miedo a reconfigurar la parroquia en el territorio, sino haciendo de la evangelización una prioridad e iniciando una colaboración activa entre sacerdotes, catequistas, agentes de pastoral y profesores.
Ya están en este camino; por favor, no se detengan.
Busquen las formas posibles para colaborar con alegría en la causa del Evangelio y lleven adelante juntos, cada uno con su propio carisma, la pastoral como anuncio, anuncio kerigmático, es decir, lo que mueve las conciencias. En este sentido, es bonito lo que nos dijo Dorina sobre la necesidad de llegar al prójimo a través de la narración, de la comunicación, tocando la vida cotidiana. Y aquí me detengo un poco para señalar el trabajo hermoso de los catequistas, este antiquum ministerium. Hay lugares en el mundo —pensemos en África, por ejemplo— donde la evangelización la llevan adelante los catequistas. Los catequistas son las columnas de la Iglesia. Gracia por lo que hacen.
Y les agradezco a los diáconos y catequistas, que desempeñan aquí un papel decisivo en la transmisión de la fe a las jóvenes generaciones, y a todos aquellos, profesores y formadores, que están comprometidos generosamente en el campo de la educación. ¡Gracias, muchas gracias!
Permítanme decirles entonces que una buena pastoral es posible si somos capaces de vivir el mandamiento del amor que el Señor nos ha dado y que es don de su Espíritu.
Si estamos distanciados o divididos, si nos volvemos rígidos en nuestras posiciones y en los grupos, no damos fruto; pensamos en nosotros mismos, en nuestras ideas y en nuestras teologías. Causa tristeza cuando nos dividimos porque, en vez de jugar en equipo, jugamos al juego del enemigo: el diablo es el que divide, y es un artista en hacer esto, es su especialidad. Y vemos a los obispos desconectados entre sí, sacerdotes en tensión con el obispo, sacerdotes mayores en conflicto con los más jóvenes, diocesanos con religiosos, presbíteros con laicos, latinos con griegos; nos polarizamos en temas que afectan a la vida de la Iglesia, pero también en aspectos políticos y sociales, atrincherándonos en posiciones ideológicas.
No dejen entrar las ideologías.
La vida de fe, el acto de fe no puede reducirse a una ideología; esto es del diablo. No, por favor; la primera pastoral es el testimonio de comunión, porque Dios es comunión y está presente ahí donde hay caridad fraterna. Superemos las divisiones humanas para trabajar juntos en la viña del Señor. Sumerjámonos en el espíritu del Evangelio, arraiguémonos en la oración, especialmente en la adoración y en la escucha de la Palabra de Dios, cultivemos la formación permanente, la fraternidad, la cercanía y la atención a los demás. Un gran tesoro ha sido puesto en nuestras manos, ¡no lo desperdiciemos buscando realidades secundarias respecto al Evangelio!
Y aquí me permito decirles: estén atentos a la murmuración, la murmuración entre los obispos, entre los curas, entre las monjas, entre los laicos. La murmuración destruye. Parece algo muy hermoso, un terrón de azúcar, es lindo murmurar de los otros. Se cae mucho en esto. Estén atentos, porque es el camino a la destrucción. Si un consagrado o un laico que vive seriamente, fuese capaz de no hablar mal de nadie, sería un santo, una santa.
Recorran este camino, nada de murmuración.
“Pero, Padre, es difícil, porque a veces uno cae: ese comentario, el otro”. Hay un buen remedio contra la murmuración: la oración, por ejemplo; pero hay otro buen remedio: morderse la lengua. Te muerdes la lengua y así no hay murmuración. ¿De acuerdo?
Y quisiera decirles una cosa más a los sacerdotes, para ofrecer al Pueblo santo de Dios el rostro del Padre y crear un espíritu de familia: tratemos de no ser rígidos, sino de tener miradas y enfoques misericordiosos y compasivos. Sobre esto quiero señalar una cosa: cuál es el estilo de Dios. El primer estilo de Dios es una actitud de cercanía. Él mismo lo dijo en el Deuteronomio: “Dime, ¿qué pueblo tiene sus dioses cercanos como tú me tienes a mí?” (cf. Dt 4,7).
La actitud de Dios es de cercanía, con compasión y ternura. Cercanía, compasión y ternura.
Este es el estilo de Dios. Sigamos este estilo. Yo, ¿soy cercano a la gente, la ayudo, soy compasivo o condeno a todos? ¿Soy tierno, dulce? Por esto, nada de rigidez, sino cercanía, compasión y ternura. En este sentido, me han impresionado las palabras de don József, que ha recordado la entrega y el ministerio de su hermano, el beato János Brenner, bárbaramente asesinado con tan sólo 26 años. ¡Cuántos testigos y confesores de la fe tuvo este pueblo durante los totalitarismos del siglo pasado! Ustedes han sufrido mucho.
El beato János experimentó en su propia piel muchos sufrimientos; habría sido fácil para él guardar rencor, encerrarse en sí mismo, volverse rígido. En cambio, fue un buen pastor. Esto se nos pide a todos, especialmente a los sacerdotes, una mirada misericordiosa, un corazón compasivo, que perdona siempre, que perdona siempre, que perdona siempre, que ayuda a recomenzar, que acoge y no juzga y no echa fuera, y que anima y no critica, sirve y no murmura.
Esta actitud nos ejercita para la acogida, para una acogida que es profecía; es decir, para transmitir el consuelo del Señor en las situaciones de dolor y pobreza del mundo, acompañando a los cristianos perseguidos, a los migrantes que buscan hospitalidad, a las personas de otras etnias, a cualquiera que lo necesite.
En este sentido, tienen grandes ejemplos de santidad, como san Martín.
Su gesto de compartir la capa con el pobre es mucho más que una obra de caridad; es la imagen de la Iglesia hacia la que hay que tender, es lo que la Iglesia de Hungría puede llevar como profecía al corazón de Europa: misericordia y cercanía. Pero quisiera recordar también a san Esteban, cuya reliquia está aquí junto a mí. Él, que fue el primero en confiar la nación a la Madre de Dios, que fue un intrépido evangelizador y fundador de monasterios y abadías, además sabía bien cómo escuchar y dialogar con todos y ocuparse de los pobres; por ellos bajó los impuestos e iba a dar limosna disfrazado para no ser reconocido.
Esta es la Iglesia que debemos soñar, una Iglesia capaz de escucha recíproca, de diálogo, de atención a los más débiles; una Iglesia acogedora para con todos, una Iglesia valiente para llevar a cada uno la profecía del Evangelio.
Queridos hermanos y hermanas, Cristo es nuestro futuro, porque es Él quien guía la historia, Él es el Señor de la historia.
De ello estaban firmemente convencidos vuestros confesores de la fe: tantos obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas martirizados durante la persecución atea; ellos testimonian la fe granítica de los húngaros. Y esto no es una exageración, yo estoy convencido; ustedes tienen una fe granítica, y doy gracias a Dios por ello. Quisiera recordar al cardenal Mindszenty, que creía en el poder de la oración, hasta el punto de que aún hoy, casi como un dicho popular, se repite aquí: “Si hay un millón de húngaros rezando, no temeré al futuro”.
Sean acogedores, sean acogedores, sean testigos de la profecía del Evangelio, pero sobre todo sean mujeres y hombres de oración, porque la historia y el futuro dependen de ello. Les doy las gracias por su fe y su fidelidad, por todo lo bueno que tienen y que hacen. No puedo olvidar el testimonio valiente y paciente de las hermanas húngaras de la Sociedad de Jesús, a las que conocí en Argentina, después de que abandonaran Hungría durante la persecución religiosa. Aquellas eran mujeres de testimonio, buenas. Con su testimonio me hicieron mucho bien. Rezo por ustedes, para que, siguiendo el ejemplo de sus grandes testigos de la fe, nunca se dejen vencer por el cansancio interior, que lleva a la mediocridad, y sigan adelante con alegría. Y les pido que sigan rezando por mí.