DISCURSO DEL SANTO PADRE
Iglesia de Santa Isabel de Hungría (Budapest)
Sábado, 29 de abril de 2023
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Me siento feliz de estar aquí entre ustedes. Gracias, Mons. Antal, por sus palabras de bienvenida y gracias por haber recordado el generoso servicio que la Iglesia húngara realiza para y con los pobres. Los pobres y los necesitados —no lo olvidemos nunca— están en el corazón del Evangelio: Jesús, en efecto, vino «a llevar la Buena Noticia a los pobres» (Lc 4,18). Ellos, entonces, nos indican un desafío apasionante, para que la fe que profesamos no sea prisionera de un culto alejado de la vida y no se convierta en presa de una especie de “egoísmo espiritual”, es decir, de una espiritualidad que me construyo a la medida de mi tranquilidad interior y de mi satisfacción.
La fe verdadera, en cambio, es aquella que incomoda, que arriesga, que hace salir al encuentro de los pobres y capacita para hablar con la vida el lenguaje de la caridad. Como afirma san Pablo, podemos hablar muchas lenguas, poseer sabiduría y riquezas, pero si no tenemos caridad no poseemos nada y no somos nada (cf. 1 Co 13,1-13).
El lenguaje de la caridad.
Fue la lengua hablada por santa Isabel, a quien este pueblo profesa gran devoción y afecto. Al llegar esta mañana, vi en la plaza su estatua, con la base que la representa mientras recibe el cordón de la orden franciscana y, al mismo tiempo, ofrece agua para saciar la sed de un pobre. Es una hermosa imagen de la fe. Quien “se une a Dios”, como hizo san Francisco de Asís, en quien Isabel se inspiró, se abre a la caridad hacia el pobre, porque «el que dice: “Amo a Dios”, y no ama a su hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve?» (1 Jn 4,20).
Santa Isabel, hija del rey, había crecido en la comodidad de una vida de corte, en un ambiente lujoso y privilegiado; sin embargo, conmovida y transformada por el encuentro con Cristo, pronto sintió rechazo hacia las riquezas y las vanidades del mundo, advirtiendo el deseo de despojarse de ellas y de cuidar a los necesitados. Así, no sólo gastó sus bienes, sino también su vida en favor de los últimos, de los leprosos y de los enfermos, hasta llegar a curarlos personalmente y a llevarlos sobre sus propios hombros.
Ese es el lenguaje de la caridad.
Brigitta, a quien agradezco su testimonio, también nos habló de ello. Tantas privaciones, tanto sufrimiento, tanto trabajo duro para tratar de salir adelante y no hacer faltar el pan a sus hijos y, en el momento más dramático, el Señor vino a su encuentro para socorrerla. Pero —lo hemos escuchado de sus propios labios—, ¿Cómo intervino el Señor? Él, que escucha el grito del pobre, «hace justicia a los oprimidos y da pan a los hambrientos» y «endereza a los que están encorvados» (Sal 146,7-8), casi nunca llega resolviendo nuestros problemas desde arriba, sino que se hace cercano con el abrazo de su ternura, inspirando la compasión de hermanos que se dan cuenta de ellos y no permanecen indiferentes.
Brigitta nos dijo que pudo experimentar la cercanía del Señor gracias a la Iglesia greco-católica; a tantas personas que se prodigaron para ayudarla, animarla, encontrarle un trabajo y sostenerla en las necesidades materiales y en el camino de la fe.
Este es el testimonio que se nos pide: la compasión hacia todos, especialmente hacia los que están marcados por la pobreza, la enfermedad y el dolor.
Compasión que quiere decir “padecer con”. Necesitamos una Iglesia que hable con fluidez el lenguaje de la caridad, idioma universal que todos escuchan y comprenden, incluso los más alejados, incluso los que no creen.
Y a este propósito, expreso mi gratitud a la Iglesia húngara por el esfuerzo realizado en la caridad, un compromiso extenso: han creado una red que conecta a muchos agentes pastorales, a muchos voluntarios, a las Cáritas parroquiales y diocesanas, y también a grupos de oración, comunidades de creyentes y organizaciones pertenecientes a otras confesiones, pero unidas en esa comunión ecuménica que brota precisamente de la caridad.
Y gracias por el modo con que han acogido —no sólo con generosidad sino también con entusiasmo— a muchos refugiados procedentes de Ucrania. Escuché conmovido el testimonio de Oleg y su familia; vuestro “viaje hacia el futuro” —un futuro diferente, lejos de los horrores de la guerra— comenzó en realidad con un “viaje en la memoria”, porque Oleg recordó la cálida bienvenida que recibió en Hungría hace años, cuando vino a trabajar como cocinero. La memoria de esa experiencia lo animó a emprender el viaje con su familia y a venir aquí a Budapest, donde encontró una generosa hospitalidad.
El recuerdo del amor recibido reaviva la esperanza, anima a emprender nuevos caminos de vida.
En efecto, también en el dolor y en el sufrimiento se encuentra la valentía de seguir adelante cuando se ha recibido el bálsamo del amor: y esta es la fuerza que ayuda a creer que no todo está perdido y que un futuro diferente es posible. El amor que Jesús nos da y que nos manda vivir contribuye entonces a extirpar de la sociedad, de las ciudades y de los lugares donde vivimos, los males de la indiferencia —es una peste la indiferencia— y del egoísmo, y reaviva la esperanza de una humanidad nueva, más justa y fraterna, donde todos puedan sentirse en casa.
Lamentablemente, un gran número de personas también aquí están literalmente sin hogar: muchas hermanas y hermanos marcados por la fragilidad —solos, con diversas dificultades físicas y mentales, destruidos por el veneno de la droga, que han salido de la cárcel o han sido abandonados por ser ancianos— están afectados por formas graves de pobreza material, cultural y espiritual, y no tienen un techo o una casa donde vivir.
Zoltán y su esposa Anna nos han dado su testimonio sobre esta gran tragedia: gracias por sus palabras.
Y gracias por haber acogido esa moción del Espíritu Santo que los ha llevado, con valentía y generosidad, a construir un centro para acoger a personas sin techo. Me ha impresionado escuchar que, junto con las necesidades materiales, prestan atención a la historia y a la dignidad herida de las personas, haciéndose cargo de su soledad, de su fatiga de sentirse amadas y bienvenidas en el mundo. Anna nos dijo que «es Jesús, la Palabra viva, que sana sus corazones y sus relaciones, porque la persona se reconstruye desde dentro»; es decir, renace, cuando experimenta que a los ojos de Dios es amada y bendecida. Esto vale para toda la Iglesia: ¡no es suficiente dar el pan que alimenta el estómago, es necesario alimentar el corazón de las personas!
La caridad no es una simple asistencia material y social, sino que se preocupa de toda la persona y desea volver a ponerla en pie con el amor de Jesús: un amor que ayuda a recuperar belleza y dignidad.
Hacer caridad significa tener la valentía de mirar a los ojos.
Tú no puedes ayudar a alguien mirando hacia otro lado. Para hacer caridad se necesita la valentía de tocar. Tú no puedes arrojar la limosna desde lejos sin tocar. Tocar y mirar. Y así, tocando y mirando, comienzas un camino, un camino con esa persona necesitada, que te hará entender cuán necesitado estás tú de la mirada y de la mano del Señor.
Hermanos y hermanas, los animo a hablar siempre el lenguaje de la caridad. La estatua que hay en esta plaza representa el milagro más famoso de santa Isabel: se cuenta que, una vez, el Señor transformó en rosas el pan que llevaba a los necesitados. Es así también para ustedes: cuando se empeñan en llevar el pan a los hambrientos, el Señor hace florecer la alegría y perfuma vuestra existencia con el amor que dan. Hermanos y hermanas, les deseo que lleven siempre el perfume de la caridad a la Iglesia y a su país. Y les pido, por favor, que sigan rezando por mí.