El Santo Padre toma la palabra después de haber escuchado algunos testimonios. Y pide a la catequista, que acaba de concluir, que permanezca un momento a su lado.
Contigo aquí adelante, quisiera decirles una cosa.
La Iglesia —debemos pensar en esto—, a la Iglesia la llevan adelante los catequistas. Los catequistas son aquellos que van al frente, que siempre van al frente. Luego vienen las religiosas —inmediatamente después de los catequistas—; le siguen los sacerdotes y el obispo. Sin embargo, son los catequistas los que van “siempre al frente”, son la fuerza de la Iglesia.
En una ocasión, en uno de los viajes a África, el presidente de una república me dijo que había sido bautizado por su papá, que era catequista. La fe se transmite en casa. La fe se transmite en dialecto. Y los catequistas, junto con las mamás y las abuelas, llevan adelante la enseñanza de esta fe. Agradezco mucho a todos los catequistas: son buenos, son excelentes. Gracias.
Queridos hermanos y hermanas, buenas tardes.
Aquí hay cardenales, obispos, sacerdotes, religiosas, laicas, laicos y niños, sin embargo, todos somos hermanos. No es más importante el Papa, el cardenal o el obispo, todos somos hermanos. Cada uno contribuye con su propio rol al crecimiento del pueblo de Dios. ¿Entendido?
Saludo al cardenal, a los obispos, a los sacerdotes y diáconos, a las consagradas y consagrados, a los seminaristas y a los catequistas presentes. Agradezco al Presidente de la Conferencia Episcopal sus palabras, así como también a los hermanos y hermanas que han compartido sus testimonios con nosotros.
Como ya se ha mencionado, el lema elegido para esta Visita apostólica es “Fe, fraternidad, compasión”. Pienso que son tres virtudes que expresan bien tanto vuestro camino de Iglesia como vuestro carácter en cuanto pueblo, étnica y culturalmente bien diversificado, pero al mismo tiempo caracterizado por una innata tendencia hacia la unidad y la convivencia pacífica, como testimonian los principios tradicionales de la Pancasila. Por eso, quisiera reflexionar con ustedes sobre estas tres palabras.
La primera es fe. Indonesia es un país grande, con abundantes recursos naturales, sobre todo en flora, fauna, recursos energéticos y materia prima, entre otros. Una riqueza como esta podría convertirse fácilmente —leída con superficialidad— en motivo de orgullo y presunción, pero, si la consideramos con la mente y el corazón abiertos, puede servir en cambio para evocar a Dios, a su presencia en el cosmos, en su vida y en nuestra vida, como nos enseña la Sagrada Escritura (cf. Gn 1; Si 42,15-43,33). Es el Señor, en efecto, quien nos da todo esto.
No hay un centímetro del maravilloso territorio indonesio, ni un instante de la vida de cada uno de sus millones de habitantes que no sea don del Señor, signo de su amor gratuito y providente de Padre. Y mirar todo esto con humildes ojos de hijos nos ayuda a creer, a reconocernos pequeños y amados (cf. Sal 8), y a cultivar sentimientos de gratitud y responsabilidad.
Agnes nos ha hablado de esto, a propósito de nuestra relación con la creación y con los hermanos, especialmente los más necesitados, a vivir con un estilo personal y comunitario caracterizado por el respeto, el civismo y la humanidad; con sobriedad y caridad franciscana.
Después de la fe, la segunda palabra del lema es fraternidad. Una poetisa del siglo pasado usó una expresión muy hermosa para describir esta actitud; escribió que ser hermanos quiere decir amarse reconociéndose «diferentes cual dos gotas de agua» [1]. ¡Qué bonito! Y es justo así. No hay dos gotas de agua iguales, ni hay dos hermanos, ni siquiera gemelos, completamente idénticos. Vivir la fraternidad, entonces, significa acogerse mutuamente reconociéndose iguales en la diversidad.
También esto es un valor estimado en la tradición de la Iglesia indonesia, y se manifiesta en la apertura con la que esta se relaciona con las diferentes realidades que la componen y la rodean, tanto en el ámbito cultural, étnico, social y religioso, como valorando el aporte de todos y ofreciendo generosamente el suyo en cada contexto. Este aspecto es importante, hermanos y hermanas, porque anunciar el Evangelio no significa imponer o contraponer la propia fe a la de los demás, no significa hacer proselitismo, significa, más bien, dar y compartir la alegría del encuentro con Cristo (cf. 1 P 3,15-17), siempre con gran respeto y afecto fraterno por cada persona.
Y en esto los invito a mantenerse siempre así: abiertos y amigos de todos —me gusta mucho la expresión: “tomados de la mano”, caminar así, como dijo don Maxi— profetas de comunión en un mundo donde, sin embargo, parecería que crece cada vez más la tendencia a dividirse, imponerse y provocarse mutuamente (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 67). Y al respecto, quiero decirles una cosa: ¿saben quién es la persona que causa las mayores divisiones en el mundo? ¿Sabe quién es? El gran divisor, que siempre separa y destruye. Mientras Jesús une, él divide. Se trata del diablo. ¡Tengan cuidado!
Es importante que intentemos llegar a todos, como nos recordó sor Rina, con el deseo de poder traducir en Bahasa Indonesia, no sólo los textos de la Palabra de Dios, sino también las enseñanzas de la Iglesia, para que lleguen al mayor número de personas posible. Y lo señaló también Nicholas, describiendo la misión del catequista con la imagen de un “puente” que une.
Esto me llamó la atención, y me hizo pensar en el maravilloso espectáculo que sería, en el gran archipiélago indonesio, la presencia de miles de “puentes del corazón” que unen a todas las islas, y aún más, en millones de esos “puentes” que unen a todas las personas que las habitan. Hay otra hermosa imagen de la fraternidad: un bordado inmenso de hilos de amor que atraviesan el mar, superan las barreras y abrazan todo tipo de diversidad, haciendo de todos «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32). Este es el lenguaje del corazón, no lo olviden.
Y llegamos a la tercera palabra: compasión, que está muy vinculada con la fraternidad. La compasión significa padecer con el otro, compartir sus sentimientos. Es una palabra hermosa. Como sabemos, en efecto, la compasión no consiste en dar limosna a hermanos y hermanas necesitados mirándolos de arriba hacia abajo, viéndolos desde las propias seguridades y privilegios, sino al contrario, compasión significa hacernos cercanos unos a otros, despojándonos de todo lo que puede impedir inclinarnos para entrar realmente en contacto con quien está caído, y así levantarlo y devolverle la esperanza (cf. Carta enc. Fratelli tutti, 70). Y esto es importante: tocar la pobreza.
Cuando yo confieso, siempre pregunto a las personas adultas: “¿Tú das limosna?”, y generalmente me dicen que sí, porque es gente buena. Pero la segunda pregunta que les hago es: “Cuando das limosna, ¿tocas la mano del mendigo?, ¿lo miras a los ojos?, ¿o le arrojas la moneda desde lejos para no tocarlo?” Esto es algo que debemos aprender todos, la compasión significa sufrir, padecer, acompañar en sus sentimientos al que está sufriendo, abrazarlo y estar con él.
Y no sólo eso, significa además abrazar sus sueños y sus deseos de redención y de justicia, ocuparnos de ellos, ser sus promotores y cooperadores, involucrando también a los demás, extendiendo la “red” y las fronteras en un gran dinamismo comunicativo de caridad (cf. ibíd., 203). Y esto no significa ser comunista, significa más bien caridad, amor.
Hay quien le teme a la compasión. Existen personas que tienen miedo de la compasión, porque la consideran una debilidad —sufrir con el otro como debilidad—, y en cambio exaltan, como si fuera una virtud, la astucia del que sigue sus propios intereses marcando las distancias con todos, sin dejarse “tocar” por nada ni por nadie, creyéndose más listos y libres como para conseguir sus propios objetivos. Recuerdo, con tristeza, a una persona muy rica de Buenos Aires, era millonario y, sin embargo, tenía el vicio de ganar dinero, ganar y ganar cada vez más.
Murió dejando una herencia enorme. ¿Saben cómo bromeaba la gente sobre esto? Decían, “Pobre, no han podido cerrar el féretro”. Quería quedarse con todo y se quedó sin nada. Causa gracia, pero no olviden una cosa: el diablo siempre entra por los bolsillos. Es verdad, el hecho de tener las riquezas como seguridad, es una forma equivocada de ver la realidad.
Lo que hace que el mundo siga adelante no son los cálculos de los propios intereses —que en general terminan destruyendo la creación y dividiendo a las comunidades—, sino la caridad prodigada. Esto es lo que ayuda a avanzar, la caridad que se da. Y la compasión no ofusca la visión auténtica de la vida, al contrario, nos hace ver mejor las cosas, a la luz del amor, es decir, nos hace ver mejor las cosas con los ojos del corazón. Y quiero repetirlo: por favor, tengan cuidado, no lo olviden, el diablo entra por los bolsillos.
Me parece que el portal de esta catedral, en su arquitectura, resume muy bien lo que hemos dicho, en clave mariana. Este, en efecto, está sostenido, en el centro del arco ojival, por una columna sobre la que está colocada una estatua de la Virgen María. Nos muestra así a la Madre de Dios ante todo como modelo de fe, mientras simbólicamente sostiene, con su pequeño “sí” (cf. Lc 1,38), todo el edificio de la Iglesia.
Su cuerpo frágil, apoyado en la columna, en la roca que es Cristo, parece llevar con Él sobre sí el peso de toda la construcción, como diciendo que esta obra, fruto del trabajo y del ingenio del hombre, no puede sostenerse sola. María aparece luego como imagen de fraternidad, en el gesto de acoger, en medio del pórtico principal, a todos los que quieren entrar. Es la madre que acoge. Y, por último, María es también icono de compasión, en su velar y proteger al pueblo de Dios que, con las alegrías y los dolores, las fatigas y las esperanzas, se congrega en la casa del Padre. Es la madre de la compasión.
Queridos hermanos y hermanas, me gustaría concluir esta reflexión retomando lo que san Juan Pablo II manifestó al visitar este lugar hace algunas décadas, dirigiéndose precisamente a los obispos, sacerdotes, religiosas y religiosos. Citaba el versículo del salmo: «Laetentur insulae multae» – «Regocíjense las islas incontables» (Sal 96,1) e invitaba a sus oyentes a hacerlo «testimoniando la alegría de la Resurrección y dando la […] vida, de modo que también las islas más lejanas puedan “regocijarse” escuchando el Evangelio, del que vosotros sois predicadores, maestros y testigos» (Encuentro con los obispos, el clero y los religiosos de Indonesia, Yakarta, 10 octubre 1989).
Yo también renuevo esta exhortación, y los animo a seguir su misión fortalecidos en la fe, abiertos a todos en la fraternidad y cercanos a cada uno en la compasión. Fuertes, abiertos y cercanos, con la fortaleza de la fe y la apertura para acoger a todos, a todos. Me causa mucha impresión la parábola del Evangelio en la que los invitados a la boda no quisieron ir y no fueron.
Y, ¿qué hace el Señor? ¿Se entristece? No, pronto entendió algo sobre la actitud de esos hombres y envía a sus siervos: “Vayan a los cruces de los caminos y traigan a todos, todos, todos adentro. Todos adentro, con este estilo tan maravilloso, que es el de avanzar con fraternidad, compasión y unidad. Todos. Y pienso en numerosas islas. Y el Señor dice a la gente buena, a ustedes: “todos, todos” —“Pero Señor, ¿también a ese?— “A todos, a todos”. En efecto, el Señor dice: “buenos y malos”, todos.
Yo les renuevo esta exhortación y los animo a continuar su misión, fuertes en la fe, abiertos a todos en la fraternidad y cercanos a cada uno en la compasión. Fe, fraternidad y compasión. Tres palabras que les dejo para que después reflexionen: fe, fraternidad y compasión. Los bendigo, les agradezco por tanto bien que hacen cada día en todas estas islas hermosas. Rezo por ustedes. Rezo siempre, pero les pido, por favor, que recen por mí. Y tengan cuidado de una cosa: recen a favor y no en contra. Gracias.
[1] W. SZYMBORSKA, “Nulla due volte accade”, en La gioia di scrivere. Tutte le poesie (1945-2009), Milán 2009, p. 45.