DISCURSO DEL SANTO PADRE
Teatro Hun. Ulán Bator
Domingo, 3 de septiembre de 2023
¡Buenos días a todos ustedes, queridos hermanos y hermanas!
Permítanme que me dirija a ustedes así, como un hermano en la fe de los creyentes en Cristo y como hermano de todos ustedes, en nombre de la común búsqueda religiosa y de la pertenencia a la misma humanidad. La humanidad, en su anhelo religioso, puede ser parangonada a una comunidad de peregrinos que camina en la tierra con la mirada puesta en el cielo.
A este propósito, es significativo lo que un creyente, venido de lejos, afirmó de Mongolia, escribiendo que viajó por ella «sin ver nada más que el cielo y la tierra» (cf. Guillermo de Rubruquis, Viaje por el Imperio mongol, XIII/3). En efecto, el cielo de aquí, tan claro y tan azul como es, abraza esta tierra vasta e imponente, evocando las dos dimensiones fundamentales de la vida humana: la terrena, formada por las relaciones con los demás, y la celeste, constituida por la búsqueda del Otro, que nos trasciende. En definitiva, Mongolia nos recuerda la necesidad que tenemos todos nosotros, peregrinos y viajeros, de elevar la mirada hacia lo alto para encontrar la ruta del camino en la tierra.
Por eso me alegra estar con ustedes en este importante momento de encuentro.
Agradezco vivamente a cada uno y cada una de ustedes por su presencia aquí y por las diferentes intervenciones que han enriquecido la reflexión común. El hecho de estar juntos en el mismo lugar ya es un mensaje. Las tradiciones religiosas, en su originalidad y diversidad, comportan un formidable potencial de bien al servicio de la sociedad. Si quien tiene la responsabilidad de las naciones eligiera el camino del encuentro y del diálogo con los demás, contribuiría sin duda de manera determinante a poner fin a los conflictos que siguen causando sufrimiento a tantos pueblos.
Quien nos ofrece hoy la oportunidad de estar juntos para conocernos y enriquecernos mutuamente es el amado pueblo mongol, que puede presumir de una historia de convivencia entre representantes de diversas tradiciones religiosas. Es hermoso recordar la virtuosa experiencia de la antigua capital imperial Karakórum, donde se albergaban lugares de culto pertenecientes a diferentes «credos», que daban testimonio de una armonía admirable. Armonía: quisiera subrayar esta palabra de sabor típicamente asiático. Esta se refiere a la relación particular que se crea entre realidades diferentes, sin superponerlas ni homologarlas, sino respetando las diferencias y en beneficio de la convivencia.
Me pregunto: ¿quién, con más razón que los creyentes, está llamado a trabajar por la armonía de todos?
Hermanos, hermanas, por el modo en que logremos la armonía con los demás peregrinos sobre la tierra y en la forma que consigamos transmitir armonía, allí donde vivimos, se mide el valor social de nuestra religiosidad. Cada vida humana, en efecto, y con mayor razón cada religión, tiene que «medirse» en base al altruismo; no a un altruismo abstracto, sino concreto, que se traduzca en la búsqueda del otro y en la colaboración generosa con el otro, porque «el sabio se regocija dando. Él alcanzará la felicidad en esta tierra» (El Dhammapada: El Sendero de la Realización Interior, Buenos Aires 2022, 80; cf. las palabras de Jesús referidas en Hch 20,35). Una oración, inspirada en san Francisco de Asís, recita: «Donde haya odio, que lleve yo el amor. Donde haya ofensa, que lleve yo el perdón. Donde haya discordia, que lleve yo la unión».
El altruismo construye armonía y donde hay armonía hay entendimiento, hay prosperidad, hay belleza.
Más aún, armonía es quizás el sinónimo más apropiado de belleza. Por el contrario, la cerrazón, la imposición unilateral, el fundamentalismo y la coerción ideológica arruinan la fraternidad, alimentan tensiones y ponen en peligro la paz. La belleza de la vida es fruto de la armonía; es comunitaria, se acrecienta con la amabilidad, con la escucha y con la humildad. Y puede comprenderla el corazón puro, porque «la verdadera belleza, después de todo, reside en la pureza del corazón» (cf. M.K. Gandhi, Il mio credo, il mio pensiero, Roma 2019, 94).
Las religiones están llamadas a ofrecer al mundo esta armonía, que el progreso técnico por sí solo no puede dar, porque, apuntando sólo a la dimensión terrena y horizontal del hombre, corre el riesgo de olvidar el cielo para el cual hemos sido creados.
Hermanas y hermanos, hoy estamos aquí juntos como humildes herederos de antiguas escuelas de sabiduría.
Al reunirnos hoy, nos comprometemos a compartir todo ese bien que hemos recibido, para enriquecer a una humanidad que, en su caminar, a menudo se encuentra desorientada por miopes búsquedas de lucro y bienestar; y a menudo también es incapaz de volver a encontrar el hilo conductor. Volviendo así su mirada sólo a intereses terrenos, acaba arruinando la misma tierra, confundiendo el progreso con el retroceso, como lo muestran tantas injusticias, tantos conflictos, tantas devastaciones ambientales, tantas persecuciones, tanto descarte de la vida humana.
Asia tiene muchísimo que ofrecer en ese sentido, y Mongolia, que se encuentra en el corazón de este continente, custodia un gran patrimonio de sabiduría, que las religiones que aquí se difundieron han contribuido a crear, y que quisiera invitar a todos a redescubrir y valorar. Me limito a citar, aunque sin profundizarlos, diez aspectos de este patrimonio sapiencial.
Diez aspectos
La buena relación con la tradición, no obstante las tentaciones del consumismo; el respeto por los ancianos y los antepasados. ¡Cuánta necesidad tenemos de una alianza generacional entre ellos y los más jóvenes, de dialogo entre los abuelos y los nietos! Y, además, el cuidado por el ambiente, nuestra casa común, otra necesidad tremendamente actual. Estamos en peligro.
Y también el valor del silencio y de la vida interior, antídoto espiritual para tantos males del mundo actual. Por tanto, un sano sentido de frugalidad; el valor de la acogida; la capacidad de resistir al apego a las cosas; la solidaridad, que nace de la cultura de los vínculos entre las personas; el aprecio por la sencillez. Y, por último, un cierto pragmatismo existencial, que tiende a buscar con tenacidad el bien del individuo y de la comunidad. Estos diez son algunos elementos del patrimonio de sabiduría que este país puede ofrecer al mundo.
A propósito de sus costumbres, he hablado ya de cómo, al prepararme para este viaje, me han fascinado las viviendas tradicionales con las que el pueblo mongol revela una sabiduría sedimentada a través de milenios de historia.
La ger constituye, en efecto, un espacio humano.
En su interior se desarrolla la vida de la familia, es lugar de convivencia amistosa, de encuentro y de diálogo en el que, aun cuando ya fuesen muchos, se sabe hacer espacio para alguien más. Y, además, es un punto de referencia concreto, fácilmente identificable en las inmensas extensiones del territorio mongol; es también motivo de esperanza para el que ha perdido el camino.
Si hay una ger, hay vida. Se la encuentra siempre abierta, preparada para acoger al amigo, pero también al viajero e incluso al extranjero, para ofrecerles un té caliente que permita recobrar fuerzas en el frío invierno o una fresca leche fermentada que alivie las calurosas jornadas veraniegas. Esta es también la experiencia de los misioneros católicos, provenientes de otros países, que aquí son recibidos como peregrinos y huéspedes, y que entran con prudente tacto en este mundo cultural para ofrecer el humilde testimonio del Evangelio de Jesucristo.
Aún más, junto al espacio humano, la ger evoca la esencial apertura a lo divino.
La dimensión espiritual de esta morada está representada por su apertura hacia lo alto, en donde se encuentra un solo punto desde el que entra la luz, formado por una claraboya segmentada. De ese modo, el interior se vuelve un gran reloj solar, donde se suceden luces y sombras, marcando las horas del día y de la noche. Hay una hermosa enseñanza en este aspecto: el sentido del tiempo que pasa proviene de lo alto, no del mero devenir de las actividades terrenas. Además, en ciertos momentos del año, el rayo que penetra de lo alto ilumina el altar familiar, recordando el primado de la vida espiritual. De esa manera, la convivencia humana que se realiza en el espacio circular remite constantemente a su vocación vertical, a su vocación trascendente, espiritual.
La humanidad reconciliada y próspera, que como representantes de diferentes religiones ayudamos a promover, está representada simbólicamente por ese estar juntos, armonioso y abierto a lo trascendente, donde el compromiso por la justicia y la paz encuentran su inspiración y su fundamento en la relación con lo divino. Aquí, queridos hermanas y hermanos, nuestra responsabilidad es grande, especialmente en esta hora de la historia, porque nuestro comportamiento está llamado a confirmar con obras las enseñanzas que profesamos; de tal modo que no puede contradecirlas, convirtiéndose en motivo de escándalo.
Que no haya, por tanto, ninguna confusión entre credo y violencia, entre sacralidad e imposición, entre camino religioso y sectarismo.
La memoria de los sufrimientos padecidos en el pasado —pienso sobre todo en las comunidades budistas— nos dé la fuerza para transformar las heridas sombrías en fuentes de luz, la ignorancia de la violencia en sabiduría de vida, el mal que arruina en bien que construye. Que así sea para nosotros, discípulos entusiastas de los respectivos maestros espirituales y servidores conscientes de sus enseñanzas, dispuestos a ofrecer su belleza a cuantos acompañamos, como amigables compañeros de camino. Ojalá esto se cumpla, porque en las sociedades pluralistas que creen en los valores democráticos, como Mongolia, cada institución religiosa, reconocida normativamente por la autoridad civil, tiene el deber y, en primer lugar, el derecho de ofrecer aquello que es y aquello que cree, respetando la conciencia de los otros y teniendo como fin el mayor bien de todos.
En ese sentido, quiero confirmarles que la Iglesia católica desea caminar así, creyendo firmemente en el diálogo ecuménico, en el dialogo interreligioso y en el dialogo cultural. Su fe se funda en el diálogo eterno entre Dios y la humanidad, encarnado en la persona de Jesucristo. Con humildad y con el espíritu de servicio que animó la vida del Maestro, que no vino al mundo «para ser servido, sino para servir» (Mc 10,45), la Iglesia ofrece hoy a cada persona y cultura el tesoro que ha recibido, permaneciendo en actitud de apertura y escucha de cuanto las otras tradiciones religiosas tienen para ofrecer. El diálogo, en efecto, no es antitético al anuncio; porque no elimina las diferencias, sino que ayuda a comprenderlas, las preserva en su originalidad y las hace capaces de confrontarse en pos de un enriquecimiento franco y recíproco.
Así, en la humanidad bendecida por el Cielo, se puede encontrar la clave para caminar en la tierra.
Hermanos y hermanas, tenemos un origen común, que confiere la misma dignidad a todos, y tenemos un camino compartido, que sólo podemos recorrer juntos, viviendo bajo el mismo cielo que nos cobija y nos ilumina.
Hermanos y hermanas, encontrarnos hoy aquí es un signo de que esperar es posible. Esperar es posible. En un mundo lastimado por luchas y discordias, eso podría parecer utópico; sin embargo, los proyectos más grandes comienzan en lo escondido, con dimensiones casi imperceptibles. El gran árbol nace de la semilla pequeña, oculta bajo la tierra. Y «el perfume de las flores no viaja contra el viento, pero sí lo hace la fragancia de la virtud. Quien es virtuoso perfuma todas las regiones de la tierra con su bondad» (cf. El Dhammapada, 40).
Hagamos florecer esta certeza, porque nuestro esfuerzo común para dialogar y construir un mundo mejor no son vanos.
Cultivemos la esperanza. Como dijo un filósofo: «Cada cual fue grande según el objeto de su esperanza: uno fue grande en la que atiende a lo posible; otro en la de las cosas eternas; pero el más grande de todos fue quien esperó lo imposible» (S.A. Kierkegaard, Temor y temblor, Buenos Aires 1958, 12). Que las oraciones que elevamos al cielo y la fraternidad que vivimos en la tierra alimenten la esperanza; que sean el testimonio sencillo y creíble de nuestra religiosidad, de nuestro caminar juntos con la mirada elevada hacia lo alto, de nuestro habitar este mundo en armonía —no olvidemos la palabra «armonía»—, como peregrinos llamados a proteger el ambiente hogareño, para todos. Gracias.