DISCURSO DEL SANTO PADRE
Explanada frente a la Catedral de la Santa Cruz (Vanimo, Papúa Nueva Guinea)
Domingo, 8 de septiembre de 2024
Le agradezco al señor obispo las palabras que me ha dirigido. Saludo a las autoridades, a los sacerdotes, a las religiosas y religiosos, a los misioneros, a los catequistas, a los jóvenes, a los fieles ―algunos venidos desde muy lejos― y a ustedes, queridos niños. Le doy las gracias a María Joseph, Steven, sor Jaisha Joseph, David y María por lo que nos han compartido. Estoy contento de encontrarme en esta tierra maravillosa, tierra joven y misionera.
Como hemos escuchado, desde mediados del siglo XIX la misión en estas tierras nunca se ha interrumpido.
Religiosas, religiosos, catequistas y misioneros laicos nunca han dejado de predicar la Palabra de Dios y de ofrecer ayuda a los hermanos en la atención pastoral, en la instrucción, en la asistencia médica y en muchos ámbitos más, debiendo afrontar no pocas dificultades, para ser instrumentos “de paz y de amor” para todos, como nos dijo sor Jaisha Joseph.
De esta manera, las escuelas, los hospitales y los centros misioneros testimonian alrededor nuestro que Cristo vino a traer salvación para todos, para que cada uno florezca en toda su belleza en beneficio del bien común (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 182).
Ustedes aquí son “expertos” de belleza porque están rodeados de ella.
Viven en una tierra magnífica, rica en una gran variedad de plantas y aves, donde uno se queda con la boca abierta ante los colores, sonidos y olores, y el grandioso espectáculo de una naturaleza rebosante de vida, que evoca la imagen del Edén.
Sin embargo, esta riqueza se las confía el Señor como un signo y un instrumento, para que ustedes también puedan vivir así, unidos en armonía con Él y con los hermanos, respetando la casa común y cuidándose mutuamente (cf. Mensaje para la Jornada Mundial de Oración por el Cuidado de la Creación, 1 septiembre 2019).
Mirando a nuestro alrededor, vemos cuán dulce es el panorama de la naturaleza.
Pero volviendo a nosotros mismos, nos damos cuenta de que hay un espectáculo aún más hermoso: el de lo que crece en nosotros cuando nos amamos mutuamente, como nos lo han testimoniado David y María, hablando de su camino de esposos, en el sacramento del matrimonio. Y nuestra misión es precisamente ésta: difundir por doquier, mediante el amor de Dios y de nuestros hermanos, la belleza del Evangelio de Cristo (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 120).
Hemos escuchado cómo algunos de ustedes, para hacer esto, afrontan largos viajes, para llegar incluso a las comunidades más lejanas, a veces dejando sus casas, como nos contó Steven. Llevan a cabo algo muy lindo, y es importante que no se queden solos, sino que toda la comunidad los apoye, para que puedan cumplir su mandato con serenidad, sobre todo cuando tienen que conciliar las exigencias de la misión con las responsabilidades familiares.
Sin embargo, también podemos ayudarles de otra manera, y es que cada uno de nosotros promueva el anuncio misionero allí donde vive (cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 23), es decir, en la casa, en la escuela, en los ambientes de trabajo; para que, en todas partes, en la selva, en las aldeas o en los pueblos, a la belleza del paisaje corresponda la belleza de una comunidad en la que las personas se aman, como nos enseñó Jesús cuando dijo: «En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros» (Jn 13,35; cf. Mt 22,35-40).
Formaremos así, cada vez más, como una gran orquesta ―como tanto le gusta a María Joseph, nuestra violinista―, capaz, con sus notas, de acabar con las rivalidades, de vencer las divisiones ―personales, familiares y tribales―, de expulsar del corazón de las personas el miedo, la superstición y la magia; de terminar con los comportamientos destructivos como la violencia, la infidelidad, la explotación, el consumo de alcohol y drogas ―males que aprisionan y hacen infelices a tantos hermanos y hermanas, también aquí―.
No lo olvidemos: el amor es más fuerte que todo esto y su belleza puede sanar al mundo, porque tiene sus raíces en Dios (cf. Catequesis, 9 septiembre 2020).
Por ello, debemos difundirlo y defenderlo, aun cuando hacerlo pueda costarnos alguna incomprensión, alguna oposición. Nos lo ha testimoniado, con sus palabras y su ejemplo, el beato Pedro To Rot ―esposo, padre, catequista y mártir de esta tierra―, que entregó su propia vida por defender la unidad de la familia de aquello que quería socavarle sus cimientos.
Queridos amigos: muchos turistas, después de haber visitado vuestro país, regresan a sus casas diciendo que han visto “el paraíso”. Se refieren, sobre todo, a los atractivos paisajísticos y medioambientales de los que han disfrutado. Sin embargo, sabemos, como hemos dicho, que el mayor tesoro no es ese.
Hay otro, más bello y fascinante, que se encuentra en vuestros corazones y que se manifiesta en la caridad con la que se aman.
Este es el regalo más valioso que pueden compartir y dar a conocer a todos, haciendo famosa a Papúa Nueva Guinea no sólo por su variedad de flora y fauna, sus encantadoras playas y su mar cristalino, sino también y sobre todo por las personas buenas que allí se encuentran; y se lo digo especialmente a ustedes, niños, con vuestras sonrisas contagiosas y vuestra alegría desbordante, que fluye en todas direcciones. Ustedes son la imagen más hermosa que quienes parten de aquí pueden llevarse y conservar en el corazón.
Los animo, pues, a embellecer cada vez más esta tierra venturosa con vuestra presencia de Iglesia que ama. Los bendigo y rezo por ustedes. Y les pido, por favor, que también ustedes recen por mí. Gracias.