VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA A MOZAMBIQUE ENCUENTRO CON LOS RELIGIOSOS
(4-10 DE SEPTIEMBRE DE 2019)
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Catedral de la Inmaculada Concepción de Maputo
Jueves, 5 de septiembre de 2019
Queridos hermanos Cardenales,
hermanos obispos,
Queridos sacerdotes, religiosas, religiosos y seminaristas, catequistas y animadores de comunidades cristianas,
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenas tardes!
Agradezco el saludo de bienvenida de Mons. Hilário en nombre de todos vosotros. Con afecto y gran reconocimiento, os saludo a todos. Sé que habéis hecho un gran esfuerzo para estar aquí. Juntos, queremos renovar la respuesta al llamado que una vez hizo arder nuestros corazones y que la Santa Madre Iglesia nos ayudó a discernir y confirmar con la misión. Gracias por vuestros testimonios, que hablan de las horas difíciles y los desafíos serios que vivís, reconociendo límites y debilidades; pero también admirándoos de la misericordia de Dios.
Me alegró escuchar de la boca de una catequista decir: “Somos una Iglesia insertada en un pueblo heroico”.
¡Gracias! Un pueblo que sabe de sufrimientos pero mantiene viva la esperanza. Con ese sano orgullo por vuestro pueblo, que invita a renovar la fe y la esperanza, queremos renovar nuestro “sí” hoy. ¡Qué feliz es la Santa Madre Iglesia al escucharos manifestar el amor del Señor y la misión que os ha dado! ¡Qué contenta está de ver vuestro deseo de volver siempre al «amor primero» (Ap 2,4)! Pido al Espíritu Santo que os dé siempre la lucidez de llamar a la realidad con su nombre, la valentía de pedir perdón y la capacidad de aprender a escuchar lo que Él quiere decirnos.
Queridos hermanos y hermanas, nos guste o no, estamos llamados a enfrentar la realidad tal como es.
Los tiempos cambian y debemos reconocer que a menudo no sabemos cómo insertarnos en los nuevos tiempos, en los nuevos escenarios; podemos soñar con las “cebollas de Egipto” (cf. Nm 11,5), olvidando que la Tierra Prometida está adelante y no atrás, y en ese lamento por los tiempos pasados, nos vamos petrificando, nos vamos “momificando”. No es algo bueno. Un obispo, un sacerdote, una religiosa, un catequista momificado. No, no está bien. En lugar de profesar una Buena Nueva, lo que anunciamos es algo gris que no atrae ni enciende el corazón de nadie. Esta es la tentación.
Nos encontramos en esta catedral, dedicada a la Inmaculada Concepción de la Virgen María, para compartir como familia lo que nos pasa. Como familia que nació en ese “sí” que María le dijo al ángel. Ella, ni por un momento miró hacia atrás. Es el evangelista Lucas quien nos narra estos acontecimientos del inicio del misterio de la Encarnación. Quizás en su modo de hacerlo encontremos respuestas a las preguntas que habéis hecho hoy —obispos, sacerdotes, religiosas, catequistas… ¡Los seminaristas no han hecho! [ríen]— y descubramos también el estímulo necesario para responder con la misma generosidad y premura de María.
San Lucas va presentando en paralelo los acontecimientos vinculados a san Juan Bautista y a Jesucristo
Quiere que en el contraste descubramos aquello que se va apagando del modo de ser de Dios y de nuestro relacionarnos con Él en el Antiguo Testamento, y el nuevo modo que nos trae el Hijo de Dios hecho hombre. Un modo, en el Antiguo Testamento, que se extingue, y otro nuevo que Jesús trae.
Es evidente que en ambas anunciaciones —la de Juan Bautista y la de Jesús— hay un ángel. Pero, en una, la aparición se da en Judea, en la ciudad más importante: Jerusalén; y no en cualquier lugar, sino en el templo y, dentro de él, en el Santo de los Santos; el ángel se dirige a un varón, y sacerdote. Por el contrario, el anuncio de la Encarnación es en Galilea, la más alejada y conflictiva de las regiones, en una pequeña aldea, Nazaret, en una casa y no en una sinagoga o lugar religioso, y se hace a una laica, una mujer —no a un sacerdote, no a un hombre—. El contraste es grande. ¿Qué ha cambiado? Todo. Todo ha cambiado. Y, en ese cambio, está nuestra identidad más profunda.
Vosotros preguntabais qué hacer con la crisis de identidad sacerdotal, cómo luchar contra ella.
A propósito, lo que voy a decir relativo a los sacerdotes es algo que todos —obispos, catequistas, consagrados, seminaristas— estamos llamados a cultivar y desarrollar. Hablaré para todos.
Frente a la crisis de identidad sacerdotal, quizás tenemos que salir de los lugares importantes, solemnes; tenemos que volver a los lugares donde fuimos llamados, donde era evidente que la iniciativa y el poder eran de Dios. Ninguno de nosotros ha sido llamado para un puesto importante, ninguno. A veces sin querer, sin culpa moral, nos habituamos a identificar nuestro quehacer cotidiano como sacerdotes, religiosos, consagrados, laicos, catequistas, con ciertos ritos, con reuniones y coloquios donde el lugar que ocupamos en la reunión, en la mesa o en el aula es de jerarquía; nos parecemos más a Zacarías que a María. «Creo que no exageramos si decimos que el sacerdote es una persona muy pequeña: la inconmensurable grandeza del don que nos es dado para el ministerio nos relega entre los más pequeños de los hombres.
El sacerdote es el más pobre de los hombres
—Sí, el sacerdote es el más pobre de los hombres— si Jesús no lo enriquece con su pobreza, el más inútil siervo si Jesús no lo llama amigo, el más necio de los hombres si Jesús no lo instruye pacientemente como a Pedro, el más indefenso de los cristianos si el Buen Pastor no lo fortalece en medio del rebaño. La debilidad del sacerdote, del consagrado, del catequista. Nadie más pequeño que un sacerdote dejado a sus propias fuerzas; por eso nuestra oración protectora contra toda insidia del Maligno es la oración de nuestra Madre: soy sacerdote porque Él miró con bondad mi pequeñez (cf. Lc 1,48)» (Homilía en la Misa Crismal, 17 de abril de 2014).
Hermanos y hermanas: Volver a Nazaret, volver a Galilea puede ser el camino para afrontar la crisis de identidad. Jesús nos llama, después de su resurrección a volver a Galilea para encontrarlo. Volver a Nazaret, a la primera llamada, volver a Galilea, para resolver la crisis de identidad, para renovarnos como pastores-discípulos-misioneros. Vosotros mismos expresabais cierta exageración en la preocupación por generar recursos para el bienestar personal, por “caminos tortuosos” que muchas veces terminan privilegiando actividades con una retribución garantizada y generan resistencias a entregar la vida en el pastoreo cotidiano. La imagen de esta sencilla doncella en su casa, en contraste con toda la estructura del templo y de Jerusalén, puede ser el espejo donde miremos nuestras complicaciones, nuestros afanes, que oscurecen y dilatan la generosidad de nuestro “sí”.
Las dudas y la necesidad de explicaciones de Zacarías desentonan con el “sí” de María que sólo requiere saber cómo se va a dar todo lo que le suceda.
Zacarías no puede superar el afán de controlarlo todo, no puede salir de la lógica de ser y sentirse el responsable y autor de lo que suceda. María no duda, no se mira a sí misma: se entrega, confía. Es agotador vivir el vínculo con Dios como Zacarías, como un doctor de la ley: siempre cumpliendo, siempre creyendo que la paga es proporcional al esfuerzo que haga, que es mérito mío si Dios me bendice, que la Iglesia tiene el deber de reconocer mis virtudes y esfuerzos. Es extenuante vivir la relación con Dios como lo hace Zacarías.
No podemos correr tras aquello que redunde en beneficios personales; nuestros cansancios deben estar más vinculados a nuestra capacidad de compasión. ¿Tengo capacidad de compasión? Son tareas en las que nuestro corazón es “movido” y conmovido. Hermanos y hermanas: La Iglesia pide capacidad de compasión. Capacidad de compasión. «Nos alegramos con los novios que se casan —la vida pastoral—, reímos con el bebé que traen a bautizar; acompañamos a los jóvenes que se preparan para el matrimonio y a las familias; nos apenamos con el que recibe la unción en la cama del hospital, lloramos con los que entierran a un ser querido» (Homilía Misa en la Misa Crismal, 2 abril 2015).
Entregamos minutos y días en pos de esa madre con SIDA, ese pequeño que quedó huérfano, esa abuela a cargo de tantos nietos o ese joven que ha venido a la ciudad y está desesperado porque no encuentra trabajo.
«Tantas emociones… Si tenemos el corazón abierto, esta emoción y tanto afecto fatigan el corazón del Pastor. Para nosotros, sacerdotes, las historias de nuestra gente no son un noticiero: nosotros conocemos a nuestro pueblo, podemos adivinar lo que les está pasando en su corazón; y el nuestro, al compadecernos (al padecer con ellos), se nos va deshilachando, se nos parte en mil pedacitos, se conmueve y hasta parece comido por la gente: “Tomad, comed”.
Esa es la palabra que musita constantemente el sacerdote de Jesús cuando va atendiendo a su pueblo fiel: “Tomad y comed, tomad y bebed…”. Y así nuestra vida sacerdotal se va entregando en el servicio, en la cercanía al pueblo fiel de Dios… que siempre, siempre cansa» (ibíd.). Hermanos y hermanas: La cercanía cansa, cansa siempre. La cercanía al Santo Pueblo de Dios. La cercanía cansa.
Es hermoso encontrar un sacerdote, una hermana, un catequista…, agotados por la cercanía.
Renovar el llamado muchas veces pasa por revisar si nuestros cansancios y afanes tienen que ver con cierta “mundanidad espiritual”, «por la fascinación de mil propuestas de consumo que no nos podemos quitar de encima para caminar, libres, por los senderos que nos llevan al amor de nuestros hermanos, a los rebaños del Señor, a las ovejitas que esperan la voz de sus pastores» (Homilía en la Misa Crismal, 24 marzo 2016). Renovar la llamada, nuestra llamada, pasa por elegir, decir sí y cansarnos por aquello que es fecundo a los ojos de Dios, que hace presente, encarna, a su Hijo Jesús. Quiera Dios que en este sano cansancio encontremos la fuente de nuestra identidad y felicidad. La cercanía cansa, y este cansancio es santidad.
Que nuestros jóvenes descubran eso en nosotros, que nos dejamos “tomar y comer”, y que sea eso lo que los lleva a preguntarse por el seguimiento de Jesús, que deslumbrados por la alegría de una entrega cotidiana no impuesta sino madurada y elegida en el silencio y la oración, ellos quieran dar su “sí”. Tú, que te lo preguntas o ya estás en camino de una consagración definitiva, has descubierto «que la ansiedad y la velocidad de tantos estímulos que nos bombardean hacen que no quede lugar para ese silencio interior donde se percibe la mirada de Jesús y se escucha su llamado. Mientras tanto, te llegarán muchas propuestas maquilladas, que parecen bellas e intensas, aunque con el tiempo solamente te dejarán vacío, cansado y solo.
No dejes que eso te ocurra, porque el torbellino de este mundo te lleva a una carrera sin sentido, sin orientación, sin objetivos claros, y así se malograrán muchos de tus esfuerzos.
Más bien busca esos espacios de calma y de silencio que te permitan reflexionar, orar, mirar mejor el mundo que te rodea, y entonces sí, con Jesús, podrás reconocer cuál es tu vocación en esta tierra» (Exhort. ap. Christus vivit, 277).
Este juego de contrastes que plantea el evangelista Lucas —la encarnación en Nazaret y la anunciación a Zacarías en el Templo—, culmina en el encuentro de las dos mujeres: Isabel y María. La Virgen visita a su prima mayor y todo es fiesta, baile y alabanza. Hay una parte de Israel que ha entendido el cambio profundo, vertiginoso del proyecto de Dios: por eso acepta ser visitada, por eso el niño salta en el vientre. En una sociedad patriarcal, por un instante, el mundo de los hombres se retira, enmudece como Zacarías.
Hoy también nos ha hablado una catequista, una religiosa, una mujer mozambiqueña que nos ha recordado que nada les hará perder su entusiasmo por evangelizar, por cumplir con su compromiso bautismal. Vuestra vocación es evangelizar; la vocación de la Iglesia es evangelizar; la identidad de la Iglesia es evangelizar.
No hacer proselitismo.
El proselitismo no es evangelización. El proselitismo no es cristiano. Nuestra vocación es evangelizar. La identidad de la Iglesia es evangelizar. Y en esta hermana nuestra están todos los que salen al encuentro de sus hermanos: los que visitan como María, los que al dejarse visitar aceptan gustosos que el otro los transforme al regalarle su cultura, sus modos de vivir la fe y de expresarla.
La inquietud que expresas nos devela que la inculturación siempre será un desafío, como este “viaje” entre estas dos mujeres que quedarán mutuamente transformadas por el encuentro y el servicio. «Las Iglesias particulares deben fomentar activamente formas, al menos incipientes, de inculturación. Lo que debe procurarse, en definitiva, es que la predicación del Evangelio, expresada con categorías propias de la cultura donde es anunciado, provoque una nueva síntesis con esa cultura. Aunque estos procesos son siempre lentos, a veces el miedo nos paraliza demasiado» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 129). El miedo paraliza.
La “distancia” entre Nazaret y Jerusalén se acorta, se hace inexistente por ese “sí” de María.
Porque las distancias, los regionalismos y particularismos, el estar constantemente construyendo muros atentan contra la dinámica de la encarnación, que ha derribado el muro que nos separaba (cf. Ef 2,14). Vosotros que habéis sido testigos —al menos los mayores— de divisiones y rencores que terminaron en guerras, tenéis que estar siempre dispuestos a “visitaros”, a acortar las distancias. La Iglesia de Mozambique está invitada a ser la Iglesia de la Visitación. No puede ser parte del problema de las competencias, menosprecios y divisiones de unos con otros, sino puerta de solución, espacio donde sea posible el respeto, el intercambio y el diálogo. La pregunta formulada sobre qué hacer ante un matrimonio interreligioso nos desafía en esta tendencia asentada que tenemos a la fragmentación, a separar en vez de unir.
Como también lo es el vínculo entre nacionalidades, entre razas, entre los del norte y los del sur, entre comunidades, sacerdotes y obispos.
Es el desafío porque, hasta desarrollar «una cultura del encuentro en una pluriforme armonía», se requiere «un proceso constante en el cual cada nueva generación se ve involucrada. Es un trabajo lento, es un trabajo arduo que exige querer integrarse y aprender a hacerlo». Un requisito necesario para la «construcción de un pueblo en paz, justicia y fraternidad», para «el desarrollo de la convivencia social y la construcción de un pueblo donde las diferencias se armonicen en un proyecto común» (ibíd., 220-221).
Así como María fue a la casa de Isabel, como Iglesia tenemos que aprender el camino frente a nuevas problemáticas, buscando no quedar paralizados por una lógica que enfrenta, divide, condena. Poneos en camino y buscad una respuesta a estos desafíos pidiendo la asistencia segura del Espíritu Santo. Él es el Maestro para mostrar los nuevos caminos a transitar.
Reavivemos entonces nuestro llamado vocacional, hagámoslo bajo este magnífico templo dedicado a María, y que nuestro “sí” comprometido proclame las grandezas del Señor, alegre el espíritu de nuestro pueblo en Dios, nuestro Salvador (cf. Lc 1,46-47). Y llene de esperanza, paz y reconciliación a vuestro país, a nuestro querido Mozambique.
Os pido que, por favor, recéis y hagáis rezar por mí.
Que el Señor os bendiga y la Virgen Santa os cuide.
Gracias.