VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA FRANCISCO A EGIPTO ENCUENTRO CON LAS AUTORIDADES
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Hotel Al Masah, Il Cairo
Viernes 28 de abril de 2017
Señor Presidente,
Gran Imán di Al-Azhar,
Distinguidos Miembros del Gobierno y del Parlamento,
Ilustres Embajadores y miembros del Cuerpo Diplomático,
Señoras y señores:
Al Salamò Alaikum!
Le agradezco, Señor Presidente, sus cordiales palabras de bienvenida y la invitación que gentilmente me hizo para visitar su querido País.
Conservo vivo el recuerdo de su visita a Roma, en noviembre de 2014, y también del encuentro fraterno con Su Santidad Papa Tawadros II, en 2013, así como la del año pasado con el Gran Imán de la Universidad Al-Azhar, Dr. Ahmad Al-Tayyib.
Me es grato encontrarme en Egipto, tierra de antiquísima y noble civilización, cuyas huellas podemos admirar todavía hoy y que, en su majestuosidad, parecen querer desafiar al tiempo. Esta tierra representa mucho para la historia de la humanidad y para la Tradición de la Iglesia, no sólo por su prestigioso pasado histórico —de los faraones, copto y musulmán—, sino también porque muchos Patriarcas vivieron en Egipto o lo recorrieron. En efecto, la Sagrada Escritura lo menciona así muchas veces. En esta tierra, Dios se hizo sentir, «reveló su nombre a Moisés»[1], y sobre el monte Sinaí dio a su pueblo y a la humanidad los Mandamientos divinos. En tierra egipcia, encontró refugio y hospitalidad la Sagrada Familia: Jesús, María y José.
La hospitalidad, ofrecida con generosidad hace más de dos mil años, permanece en la memoria colectiva de la humanidad y es fuente de abundantes bendiciones que aún se siguen derramando. Egipto es una tierra que, en cierto modo, percibimos como nuestra. Como decís: «Misr um al dugna /Egipto es la madre del universo». También hoy encuentran aquí acogida millones de refugiados que proceden de diferentes países, como Sudán, Eritrea, Siria e Irak, refugiados a los que se busca integrar con encomiable tesón en la sociedad egipcia.
Egipto, a causa de su historia y de su concreta posición geográfica, ocupa un rol insustituible en Oriente Medio y en el contexto de los países que buscan soluciones a esos problemas difíciles y complejos, que han de ser afrontados ahora para evitar que deriven en una violencia aún más grave. Me refiero a la violencia ciega e inhumana causada por diferentes factores: el deseo obtuso de poder, el comercio de armas, los graves problemas sociales y el extremismo religioso que utiliza el Santo Nombre de Dios para cometer inauditas masacres e injusticias.
Este destino y esta tarea de Egipto constituyen también el motivo que ha animado al pueblo a pedir un Egipto donde no falte a nadie el pan, la libertad y la justicia social. Ciertamente este objetivo se hará una realidad si todos juntos tienen la voluntad de transformar las palabras en acciones, las valiosas aspiraciones en compromiso, las leyes escritas en leyes aplicadas, valorizando la genialidad innata de este pueblo.
Egipto tiene una tarea particular: reforzar y consolidar también la paz regional, a pesar de que haya sido herido en su propio suelo por una violencia ciega. Dicha violencia hace sufrir injustamente a muchas familias —algunas de ellas aquí presentes— que lloran por sus hijos e hijas.
Pienso de modo particular en todas las personas que, en los últimos años, han entregado la vida para proteger su patria: los jóvenes, los miembros de las fuerzas armadas y de la policía, los ciudadanos coptos y todos los desconocidos, caídos a causa de las distintas acciones terroristas. Pienso también en las matanzas y en las amenazas que han provocado un éxodo de cristianos desde el Sinaí septentrional. Manifiesto mi gratitud a las Autoridades civiles y religiosas, y a todos los que han acogido y asistido a estas personas que tanto sufren. Pienso además en los que han sido golpeados por los atentados en las iglesias Coptas, tanto en diciembre pasado como más recientemente en Tanta y en Alejandría. A sus familias y a todo Egipto dirijo mi sentido pésame y mi oración al Señor para que los heridos se restablezcan con rapidez.
Señor Presidente, ilustres señoras y señores:
No puedo dejar de reconocer la importancia de los esfuerzos realizados para llevar a cabo numerosos proyectos nacionales, como también por las muchas iniciativas realizadas en favor de la paz en el País y fuera del mismo, con vistas a ese ansiado desarrollo, en paz y prosperidad, que el pueblo anhela y merece.
El desarrollo, la prosperidad y la paz son bienes irrenunciables por los que vale la pena cualquier sacrificio. Son también metas que requieren trabajo serio, compromiso seguro, metodología adecuada y, sobre todo, respeto incondicionado a los derechos inalienables del hombre, como la igualdad entre todos los ciudadanos, la libertad religiosa y de expresión, sin distinción alguna[2]. Objetivos que exigen prestar una atención especial al rol de la mujer, de los jóvenes, de los más pobres y de los enfermos. En realidad, el verdadero desarrollo se mide por la solicitud hacia el hombre —corazón de todo desarrollo—, a su educación, a su salud y a su dignidad; de hecho, la grandeza de cualquier nación se revela en el cuidado con que atiende a los más débiles de la sociedad: las mujeres, los niños, los ancianos, los enfermos, los discapacitados, las minorías, para que nadie, ni ningún grupo social, quede excluido o marginado.
Ante un escenario mundial delicado y complejo, que hace pensar a lo que he llamado una «guerra mundial por partes», cabe afirmar que no se puede construir la civilización sin rechazar toda clase de ideología del mal, de la violencia, así como cualquier interpretación extremista que pretenda anular al otro y eliminar las diferencias manipulando y profanando el Santo Nombre de Dios. Usted, Señor Presidente, que ha hablado de esto con claridad muchas veces y en distintas ocasiones, merece ser escuchado y valorado.
Todos tenemos el deber de enseñar a las nuevas generaciones que Dios, el Creador del cielo y de la tierra, no necesita ser protegido por los hombres, sino que es él quien protege a los hombres; él no quiere nunca la muerte de sus hijos, sino que vivan y sean felices; él no puede ni pide ni justifica la violencia, sino que la rechaza y la desaprueba[3]. El verdadero Dios llama al amor sin condiciones, al perdón gratuito, a la misericordia, al respeto absoluto a cada vida, a la fraternidad entre sus hijos, creyentes y no creyentes.
Tenemos el deber de afirmar juntos que la historia no perdona a los que proclaman la justicia y en cambio practican la injusticia; no perdona a los que hablan de igualdad y desechan a los diferentes. Tenemos el deber de quitar la máscara a los vendedores de ilusiones sobre el más allá, que predican el odio para robar a los sencillos su vida y su derecho a vivir con dignidad, transformándolos en leña para el fuego y privándolos de la capacidad de elegir con libertad y de creer con responsabilidad. Señor Presidente, hace algunos minutos, usted me ha dicho que Dios es el Dios de la libertad, y esto es verdad. Tenemos el deber de desmontar las ideas homicidas y las ideologías extremistas, afirmando la incompatibilidad entre la verdadera fe y la violencia, entre Dios y los actos de muerte.
En cambio, la historia honra a los constructores de paz, que luchan con valentía y sin violencia por un mundo mejor: «Dichosos los constructores de paz porque se llamarán hijos de Dios» (Mt 5,9).
Egipto, que en tiempos de José salvó a otros pueblos del hambre (cf. Gn 41,57), está llamado también hoy a salvar a esta querida región del hambre de amor y de fraternidad; está llamado a condenar y a derrotar todo tipo de violencia y de terrorismo; está llamado a sembrar la semilla de la paz en todos los corazones hambrientos de convivencia pacífica, de trabajo digno, de educación humana. Egipto, que al mismo tiempo construye la paz y combate el terrorismo, está llamado a testimoniar que «AL DIN LILLAH WA AL WATÀN LILGIAMIA’/ La fe es para Dios, la Patria es para todos», como dice el lema de la Revolución del 23 de julio de 1952, demostrando que se puede creer y vivir en armonía con los demás, compartiendo con ellos los valores humanos fundamentales y respetando la libertad y la fe de todos[4]. El rol especial de Egipto es necesario para afirmar que esta región, cuna de tres grandes religiones, puede —es más— debe salir de la larga noche de tribulaciones para volver a irradiar los supremos valores de la justicia y de la fraternidad, que son el fundamento sólido y la vía obligatoria para la paz[5]. De las naciones que son grandes es justo esperar mucho.
Este año se celebra el 70 aniversario de las relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y la República Árabe de Egipto, que es uno de los primeros países árabes que estableció dichas relaciones diplomáticas. Estas siempre se han caracterizado por la amistad, estima y colaboración recíproca. Deseo que esta visita ayude a consolidarlas y reforzarlas.
La paz es un don de Dios pero es también trabajo del hombre. Es un bien que hay que construir y proteger, respetando el principio que afirma: la fuerza de la ley y no la ley de la fuerza[6]. Paz para este amado País. Paz para toda esta región, de manera particular para Palestina e Israel, para Siria, Libia, Yemen, Irak, Sudán del Sur; paz para todos los hombres de buena voluntad.
Señor Presidente, señoras y señores:
Deseo hacer llegar un afectuoso saludo y un paternal abrazo a todos los ciudadanos egipcios, que están presentes simbólicamente aqui, en este lugar. Saludo además a los hijos y a los hermanos cristianos que viven en este País: a los coptos ortodoxos, los griegos bizantinos, los armenios ortodoxos, los protestantes y los católicos. San Marcos, el evangelizador de esta tierra, os proteja y os ayude a construir y a alcanzar la unidad, tan anhelada por Nuestro Señor (cf. Jn 17,20-23). Vuestra presencia en esta Patria no es ni nueva ni casual, sino secular y unida a la historia de Egipto. Sois parte integral de este País y habéis desarrollado a lo largo de los siglos una especie de relación única, una particular simbiosis, que puede considerarse como un ejemplo para las demás naciones. Habéis demostrado, y lo seguís haciendo, que se puede vivir juntos, en el respeto recíproco y en la confrontación leal, descubriendo en la diferencia una fuente de riqueza y jamás una razón para el enfrentamiento[7].
Gracias por la cálida bienvenida. Pido a Dios Todopoderoso y Uno para que derrame Su Bendición divina sobre todos los ciudadanos egipcios. Que conceda a Egipto la paz y la prosperidad, el progreso y la justicia, y que bendiga a todos sus hijos.
«Bendito mi pueblo, Egipto», dice el Señor en el libro de Isaías (19,25).
Shukran wa tahìah misr!
[1] Juan Pablo II, Discurso en la ceremonia de bienvenida (24 febrero 2000).
[2] Cf. Declaración universal de los derechos del hombre. Constitución Egipcia 2014, cap. III.
[3] «El Señor […] odia al que ama la violencia» (Sal 11,5).
[4] Cf. Constitución Egipcia 2014, art. 5.
[5] Cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2014, 4.
[6] Cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2017, 1.
[7] Cf. Benedicto XVI, Exhort. ap. postsin. Ecclesia in Medio Oriente, 24 y 25.